Andar sola

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Los nervios me levantaron tempranísimo, no eran ni las siete cuando el sueño renunció a volver.
Miré al señor Hiddleston dormir tan tranquilo, con la expresión relajada, como si el tiempo no pudiera importunarlo. Me deslicé por la cama, cuidando de no despertarlo.
Di un par de vueltas en la casa, oliendo los libros, regando las plantas, respirando en el jardín, lavando los trastes de la noche anterior, limpiando, suspirando.
Me di una ducha rápida y volví a la habitación. Él seguía durmiendo, por lo que parecía, hasta que escuché su voz al decir:

— ¿Se irá sin despedirse?
—Ouh, no, no. Sólo no quería despertarlo. Vuelva a dormir, por favor.
—Temo hacerlo y no encontrarla al despertar.
—No podría traicionarlo así.
Cerró los ojos, tomándome de la mano como si realmente tuviera miedo. Por un momento sentí que era mi culpa por arrastrarlo a su cama, me pregunté qué tanto le afectaba el cambio aunque hubiera pasado más de una semana allí.

El desayuno fue un par de modestos huevos con mantequilla y café con crema de Indonesia, porque podemos. Al final, el señor Hiddleston entendió que lo que se guarda para las ocasiones especiales pueden morir en la búsqueda de un motivo especial que no llegue, así que prometió hacerlo con premeditación pero sin restricción.
Terminamos por asear y de acomodar el refrigerador.

—Bueno, parece que eso es todo, Tom.
El sol entraba con gran potencia, pintando la escena como el día en que llegué: todo relucía en sus tonos neutros y fríos, las plantas lucían hermosas y el pasillo aún susurraba.
Ahora que podía irme con libertad, esperaba que dijera algo para quedarme.
Y es que esa era la única verdad: No estaba lista para irme.
No tenía el valor de volver a mi hogar, de andar sola por la ciudad.
—Eso parece.
Pero.
Pero.
Pero.
Por favor.
Sacó su teléfono y buscó algo, cuando lo encontró, subió todo el volumen y lo dejó sobre el respaldo del sillón. Se acercó, tendió la mano y sonrió.
—Pero antes, ¿quisiera bailar conmigo?

Nos mecimos lentamente, esperando que la canción jamás terminara.
En el catálogo de verdades eternas que pueden terminar, el señor Hiddleston se tambaleaba entre ser la mejor experiencia de verano y la persona con quien podría vivir para siempre.
Su mano en la mía se sentía tan cálida como aquella que me sostenía por la espalda.
Tan alto.
Tan... encantador.

La canción llegó a su fin y no pudimos prolongarlo por más tiempo.
Me lancé a su cuello y le abracé, entre lágrimas, diciendo:

— ¡Gracias! ¡Gracias por todo, Tom! Jamás lo olvidaré, ¡gracias por cada desayuno y cada taza de café! Por cuidar de mí, hacerme compañía, enseñarme, por dejarme dormir en la cama, por darme ropa...—Sollocé con fuerza—. Gracias por dejarme quererlo y por quererme. Gracias por llegar en el momento correcto.
—Gracias por quedarse en el momento correcto. Siempre esperaré a que vuelva.
—Gracias.
—Gracias.
—Jaja, gracias, Tom.

Tomé mis cosas y salí casi corriendo, sin mirar a atrás.
La gente ya se reunía en el parque cercano: comían, reían y se abrazaban. Yo era la única que no sonreía, caminando a prisa y sin mirar a los lados.
Por fin las hojas y flores fueron barridas, la calle lucía fabulosa con toda esa vida, la luz, el movimiento y la energía.
Tras de mí escuché a alguien corriendo, pensar en que fuera él a punto de detenerme, me alborotó el corazón... pero todo acabó cuando una niña me sobrepasó desde el costado.

Aunque me animaba la idea de mirar por la ventana, despertar tan temprano hizo que cayera dormida, después de todo, un viaje de dos horas y media donde debo cambiar de transporte tres veces, es cansado. Con suerte y pude abrir los ojos a tiempo cada vez.

Cuando la calle del departamento topó de frente a la ventana del chófer, todas las sensaciones que ya conocía volvieron a mí, erizándome los brazos y la espalda. Me levanté y al fin había llegado.
Crucé la acera, saludé a la señora Smith: la señora con acento y apellido más inglés de la vida, una anciana que bebe té en la ventana de la entrada, todas las tardes a las cinco.

— ¡Volvió! ¿Cómo está, doctora?— Mi vecino de departamento, Nick Clegg, siempre me llamaba "doctora". Seguía vistiendo bata de baño sobre su holgada ropa; un chico joven, sin razón de ser.
—Hola, Nick. Estoy muy bien, ¿y tú?
—Tal como me ve, doctora.
—Qué agradable saberlo. Que tengas buen día.
—Usted también, ¡y oiga! Espero que su ánimo mejore. Pronto lloverá.
Nick siempre había sido así de extraño y entusiasta. Me alegró hablar con él aunque al final no lo comprendiera.

Abrí el cancel y la gran puerta principal, entré, subí al tercer piso y giré la llave en mi puerta: la número cinco.
Me quedé helada frente a lo pequeño que era el espacio, nada comparado a la gran casa del señor Hiddleston. Las ventanas, las cortinas, el único sofá junto a la modesta televisión y apenas dos plantas sintéticas; no habría niveles para subir ni infinitas habitaciones para perderse.
Cerré la puerta, me descalcé, me saqué la blusa y me tumbé en el sofá  junto a la ventana, mirando hacia la calle principal que resplandecía ante la ausencia de las personas.

Nick tenía razón.
Esa tarde se marchó en una abrupta transición llena de nubes cargadas, grises. Llovió cerca de diez minutos y fue todo.
Eran apenas las nueve de la noche cuando decidí no querer saber más de nada; entré a mi habitación y usé la ropa más grande y holgada que pude encontrar.
Incluso así, no dejaba de doler.

—Buenas noches, señor Tom.

Espero que no tenga pesadillas.

Lo siento...

[Puertas Cerradas] |Tom Hiddleston|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora