Cuatro.

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•Hagámoslo•Capri

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•Hagámoslo•
Capri

El reloj color cromo en la pared frente a mí se encontraba por marcar las nueve de la mañana. No había desayunado y me mantenía aún en pijama, enrollada entre mis gruesas y blancas cobijas. No me sentía bien, ni física ni mentalmente. Estaba cansada, y en verdad deseaba mantenerme en cama por el resto del día. Bajé las escaleras con un solo propósito: avisarle a Tara que hoy no habría clases de cocina, y sin preguntar algo, aceptó.

— ¿Y Alek? —cuestioné antes de regresar a mi habitación.

—Oh, mi pequeño está en la piscina. Me ayuda a quitar las molestas hojas que caen cada noche.

Creí que podría decir algo sobre nuestra salida pero no lo hizo, y antes de que eso sucediera, decidí regresar para meterme entre las cómodas sábanas de la cama una vez más. Me dispuse a olvidar la espantosa fiesta a la que ingenuamente me permití ir. Cerré los ojos, con el único propósito de descansar y olvidarme de todo un poco. Me dejé llevar entre el sonido del canto de los pajarillos que se colaba por la ventana, la luz blanca natural que iluminaba la habitación y la calma que me acometió... Hasta que tres toques se escucharon en mi puerta.

¡Grr!

Quizá si fingía no estar, la inoportuna persona al otro lado del pasillo se retiraba y yo podía continuar el descanso que tanto necesitaba en ese momento. Sin embargo, no fue así. De nuevo se repitió el crudo sonido de tres golpes más.

— ¿Sí?

La puerta se abrió y la cabeza de Alek se fue asomando poco a poco por la puerta, primero permitiéndome ver sus rubios cabellos, frente arrugada, ojos preciosos, nariz respingada y delgados labios. Justo ahí, se detuvo.

— ¿Por qué no estás en tu clase de cocina? —preguntó.

—Porque hoy descansaré, y te agradecería bastante que me permitieras hacerlo, por favor —respondí con amabilidad.

Entró por completo al cuarto y cerró la puerta detrás de su alargado cuerpo de casi dos metros. Ese que se encontraba a pocos centímetros de tocar el marco superior de la puerta.

—Te ayudaré.

Le observé inexpresiva un par de segundos, hasta que mi ceño se fue frunciendo poco a poco y, aun así, después de escabullirme entre mis pensamientos, no logré comprender su comentario. Mi rostro le pedía a gritos una explicación, pero él se encontraba a mi semejanza, sin entender lo que deseaba comunicar con ello.

— ¿De qué hablas? —solté rendida.

—La casa del árbol, te ayudaré.

Un enérgico brillo se apoderó de mi mirada cuando escuché su respuesta. No me importó más nada y olvidé mi sentir. Me levanté de la cama hasta quedar sentada sobre ella, obteniendo las fuerzas para hacerlo como por arte de magia; me encontraba asombrada, emocionada e incrédulamente feliz.

LA PRIMERA VEZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora