La Confesiòn

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Martín tardó unos minutos en sacar a Manuel de la clínica. Cuando lo hizo, se aseguró —en compañía del personal de seguridad—, de que Miguel ya hubiese abandonado las instalaciones, para evitar otra agresión en contra de Manuel, que ya estaba lo suficientemente afectado, como para tener que soportar otro episodio.

Cuando pudo cerciorarse de su ausencia, entonces Martín tomó a Manuel, y lo acompañó hacia el estacionamiento, estando visiblemente afectado.

Allì, Martìn intentó hacer entrar en razón a Manuel.

—De-debo i-ir con Miguel... —dijo, aun temblando ligeramente, con los ojos llenos de lágrimas, y la expresión pasmada—. M-me odia, no... no quiero q-que me odie... no Mi-Miguel...

E ignorando la presencia de Martìn, Manuel intentò dirigirse a su moto, que yacìa estacionada un par de metros màs allá.

Con fuerza, Martìn lo agarró del brazo, y lo atrajo hacia èl, de un fuerte tirón.

Lo miró con severidad, y rabia contenida.

—¡Flaco, despertà! —le exclamò a Manuel, tomàndole por ambos hombros—. ¡Despertà! No podès irte a tu casa; no en este estado.

—Pe-pero a... al aparta...apartamento de Mi-Miguel, sì...

—¡No! —le gritò Martìn, con rabia contenida por ver a su amigo en ese estado tan poco digno—. ¡Tampoco al apartamento de ese boludo!

Y cuando Martìn pegò dicho grito, Manuel, aún preso del llanto, dio un brinco del susto.

Martín sintió que el corazón se le apretujó.

Se sintió una mierda.

—Lo siento, che... —susurrò, dando un profundo suspiro, e intentando calmarse; si èl no era capaz de calmarse, ¿còmo iba a calmar a su amigo?—. Vamos a mi casa hoy. Duerme allá.

Martìn sentía rabia; rabia por ver a Manuel en ese estado.

Manuel, que era siempre un hombre calmado, admirado por todos en la clínica, un hombre cuerdo, y siempre de temperamento muy armónico, ahora estaba deshecho en llanto —como nunca—, y volvía a estallarle un ataque de angustia, después de muchísimo tiempo.

Martìn sentía ira, porque Manuel no merecía dicha situación. Le conocía desde hace muchísimos años, desde su formación universitaria, y le dolía ver a Manuel tan fuera de sí.

Porque lo conocía; conocía su calidad humana, y también conocía su historia.

Y Martìn, de saber que el muchacho que vio antes fuera de la consulta de Manuel, no era nada màs, ni nada menos que, el chico que desató en Manuel dicha crisis de angustia, le habría agarrado a palos.

En parte, se sentía culpable también, pues fue èl quien dijo al muchacho la ubicación de Manuel, y había gatillado dicha situación.

—N-no puedo dejar mi moto acà, yo... yo no...

—Si podès —le dijo Martìn, y lo tomò del brazo, dirigiéndolo a su vehículo, que estaba estacionado cerca de la moto de Manuel—. No pasarà nada si tenès tu moto estacionada acà hoy; estarà dentro de la clínica, y bien protegida. Mañana la vendremos a buscar. Calma, Manu.

Manuel no parò de llorar, y guardò silencio, aun temblándole el labio inferior.

Estaba notoriamente afectado.

—Relájate, Manu... —le dijo Martìn, y abrió la puerta del copiloto; sentó a Manuel en el sitio, y le cerró la puerta, con suavidad—. Vamos a mi casa, estás con una crisis. Allà te voy a estabilizar.

Entre el Callao y Miraflores | PECHI2PWhere stories live. Discover now