La cicatriz eterna

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Santiago de Chile, año 2000.

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Para el año 2000, Manuel era un muchachito de tan solo once años de edad. En la flor de su adolescencia, Manuel era un muchacho extrovertido, arrebatado, y muy impulsivo.

Para aquellos años, Manuel vivía aùn, en Puente Alto, una de las comunas con màs pobreza en Santiago, y con unas de las tasas delictuales màs altas de Chile.

Manuel vivía en medio de la pobreza, en medio del consumo de drogas, y en medio de la carencia. Siendo el hijo mayor, de un matrimonio que, por una parte, se dedicaban a la venta de verduras, y por otra, al aseo de un colegio, Manuel aprendiò lo que era la carencia, el hambre, y el frio, en plena ocurrencia de las temperaturas bajo cero, en Santiago de Chile.

—Hoy tenemos de almuerzo fideos con sal, hijo —dijo un dìa la madre de Manuel, a su hijo, que yacìa sentado en la mesa, observando con hambre, el almuerzo que, por tercer dìa consecutivo, se repetìa—. Provecho, mi niño.

Manuel no reclamaba, ni chistaba. Comìa en silencio, con la garganta seca. Sabìa que, un plato de fideos blancos, era una bomba de carbohidratos, carente de los nutrientes que, en pleno desarrollo, su cuerpo necesitaba.

Pero aùn asì, Manuel lo agradecía. Y, en lugar de reclamar por aquel misero plato de comida, lo probaba con ahínco, para no hacer sentir mal a su madre que, con tanto esfuerzo, hacía durar el mísero dinero que ganaba junto con su padre.

—Estàn ricos los fideos, mamita —decía, intentando consolar a su madre, la que, con vergüenza, le acercaba la comida a su hijo—. Hoy están distintos, porque están suavecitos.

La mujer se acercò a su hijo, y le acariciò el rostro. Manuel era un niño de corazón noble, pero que, en la desgracia del azar, naciò en la pobreza.

Pero aùn asì, su corazón seguía siendo como un lingote de oro; puro, y muy valioso.

Con el pasar de los años, entonces la realidad se fue volviendo màs dolorosa, y la pobreza, fue para Manuel màs evidente y desgarradora.

El dolor de ver a sus padres llegar cansados a casa, el de verlos llorar a escondidas, el verles pasar hambre, porque el dinero no cundìa, y el ver a su nuevo hermano menor, vistiendo ropa que le quedaba grande, porque era ropa regalada por caridad de los vecinos, entonces impulsaron a Manuel a tomar malos pasos, y a sacrificarse en el peligro de la calle.

Malos pasos que, en el corazón de Manuel, se justificò por amor a sus padres, y a su hermano. Por amor a su familia.

Para el año 2003, Manuel tenía entonces ya, catorce años de edad.

Y, en las andanzas de su pubertad, y conociendo ya màs de cerca la realidad que le aquejaba, decidió algo que, a sabiendas de sus padres, jamás le habrìa sido permitido.

Y Manuel, se unió a una banda delictual, teniendo tan solo catorce años de edad.

—¿Cuántos celulares robaste, culiao? —dijo un compañero suyo, que también era delincuente.

—Robè tres de la tienda —contestò Manuel, sacándose desde la chaqueta, tres cajas—. Doscientas lucas por los tres.

—Te doy cincuenta por los tres.

—No, cagao culiao —contestò Manuel—. En la tienda, cada uno sale a doscientos. Te acepto mínimo cien por los tres.

—Te doy ochenta.

Entre el Callao y Miraflores | PECHI2PWhere stories live. Discover now