Ingá

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Apenas abrió los ojos, pudo ver a su gata romana durmiendo a su costado. Con su aura tierna, como de costumbre, Eva descansaba acurrucada, y era iluminada por la tenue luz de la mañana que entraba por su ventana.

Miguel se estirò en la cama, y lanzó un quejido que despertó a Eva. Mirò hacia el techo, y sonriò, como si se sintiese mucho màs feliz después de la visita nocturna que Manuel hizo el dìa anterior.

Manuel...

¡Manuel!

Miguel lanzó un alarido, y estiró su mano hacia el velador, buscando su celular.

No estaba.

Se apoyó en sus codos, y abrió los ojos con sorpresa. ¿Dónde estaba su celular?

¡Ah! Claro; ya recordaba...

Su celular estaba tirado en medio de la sala, al lado de la ventana rota. El día anterior, en la pelea telefónica con su padre, Miguel, en un arranque de ira, lanzó su celular contra una ventana.

¿Y si su celular estaba roto ahora también? ¡No, que horror!

Miguel se incorporó de inmediato, echando a Eva hacia un lado. A zancadas, se dirigió a la sala, y rebuscó con cuidado al costado de los cristales rotos; allí estaba su celular.

—Ay, no, no, no... —se quejó, agachándose despacio, y tomando con cuidado el aparato—. Me muero si ya no funciona... ¿Cómo dejé que mi papá me alterara tanto? Funciona, por favor...

Después de un rato intentando, entonces su celular volvió a prender. Miguel ahogó un grito de felicidad.

—¡Bien! —exclamó, y de forma inmediata revisó sus mensajes.

Como de costumbre, abundaban mensajes de viejos pervertidos que, sin vergüenza alguna, le hacían saber a Miguel lo guapo que estaba. Algunos por mensajes escritos, otros por audio y, para infortunio de Miguel, algunas fotos muy patéticas de miembros erectos que, a gusto de Miguel, el tamaño de ellos era más un escenario inspirador de lástima que de excitación sexual.

De hecho, cuando Miguel tenía ganas de reírse, buscaba en sus mensajes aquellas imágenes para burlarse un rato.

—Manuel... —susurrò de pronto, haciendo a un lado todos los mensajes que tenía, ignorándolos—. Quiero un mensaje de Manuel... seguro èl me escribió; sì...

Lo primero que Miguel buscó entonces, fue un mensaje de Manuel, valiéndole pepino el resto de hombres que le escribían.

—N-no hay nada... —dijo, frustrado—. ¡Ese maldito! ¡¿Por qué no me escribe como el resto de babosos?!

Frunció los labios, y lanzó un bufido. Buscó una segunda vez, pero no halló nada. Manuel no le había escrito, ni siquiera para darle los buenos días.

Maldito bellaco... ¿Es que acaso no pensaba en èl? ¡No era justo!

Lanzó un suspiro de frustración, y luego llegó Eva, su gata, a su lado. Le maulló.

—¿Y tù? ¿Què piensas? —le dijo a Eva, resignado—. ¿Espero a que me escriba, o le escribo yo?

Eva removió sus bigotes, se acercó a Miguel, le puse la patita en su pierna, y maulló.

Miguel lanzó un suspiro largo.

—¿Le escribo yo? —dijo, algo inseguro—. Bueno... creo que èl ya ha hecho suficiente por mí, ¿no? Tendré que tomar la iniciativa, supongo... ¡Pero oye! Eso no significa que me esté arrastrando por èl, ¿está bien? Solo será un saludito, y ya...

Entre el Callao y Miraflores | PECHI2PWhere stories live. Discover now