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Mi primer día de vacaciones.

Mi primer día de libertad.

Los alumnos de secundaria como yo solían estar entusiasmados con la idea de que las vacaciones de verano empezaran, pero yo solo podía tener una mueca de asco en el rostro, y era porque las vacaciones siempre implicaban que me fuera de una casa para vivir a otra. En realidad, no me había mudado en mi vida; siempre había tenido mi hogar en la casa de mi madre, en un pequeño pueblo en el centro de California. Todos nos conocíamos; la misma gente, los mismos lugares, las mismas conversaciones pedantes sobre lo que hizo esa, lo que no hizo... En el fondo estaba cansada de ello, y siempre había agradecido ir a pasar unos días con papá para liberarme.

Pero ir todo el verano me parecía excesivo.

No era que no lo quisiera, era mi padre y había hecho cuanto había podido para que la distancia entre nosotros no enfriara la relación, pero cuando ellos dos se habían separado no pude evitar sentirme como un daño colateral en medio de la guerra que se había desatado entre ellos. Como dos niños peleándose por un juguete que, al final, era el menor de sus problemas. En el juicio optaron por un divorcio amistoso, y se turnaron la custodia. Sin embargo, mi vivienda oficial era la de mi madre, y con la que más tiempo pasaba. Con mi padre iba en alguna ocasión dos o tres días, en las fechas señaladas -como las navidades o los cumpleaños-, aunque desde hacía cuatro años era él quien nos visitaba a nosotras. Seguramente pensaban que no veía sus gestos de incomodidad cuando estaban en la misma habitación, pero no era estúpida. Tenía diecisiete años y me daba cuenta de las cosas.

Era de ese tipo de gente que quería saberlo todo; bueno o malo.

Por eso el irme a vivir con mi padre durante tres largos meses no se me antojaba como algo dentro de mi lista de planes. De hecho, no tenía ninguno. Me había pasado todo el curso intentando aprobar para poder pasar, y ahora el siguiente objetivo era la Universidad. Pronto cumpliría los dieciocho -en agosto, concretamente. Ni siquiera había tenido tiempo para pasarlo con mis amigas, y ellas habían preferido pasar de mí. El distanciamiento entre nosotras había empezado, probablemente, cuando les dio hacía un año por ir a las discotecas y fumar en los baños del instituto. En realidad ni siquiera eran mis amigas. No tenía, aunque no me gustaba pensar acerca de la causa. Yo siempre había sido la que se quedaba en casa estudiando, y la que, poco a poco y sin darse cuenta, se había quedado sola.

Mi única amiga -sí, era triste, lo sabía- era mi madre, y el momento en que rompió a llorar como una magdalena en la estación de tren hizo que se partiera el corazón en añicos. Me mantuve impasible para no llorar las dos y montar una escenita. Mi madre solía decir que tenía una cara muy inexpresiva, y era muy difícil saber en qué estaba pensando.

Nada más llegar a Woodside, me di cuenta de lo mucho que echaría de menos mi casa. Había crecido rodeada de árboles y montañas, y ahora estaba en una ciudad desconocida, rodeada de desconocidos y de edificios. Decidí dejar de mirar por la ventanilla -aunque hacía un tiempo precioso, eso sí- y empecé a cotillear con el móvil. El tren se detuvo en la estación central de la ciudad, y cogí mi maleta para salir junto con todo el barullo de gente. Nada más salir, encontré a mi padre, con gesto de perdido y mirando por todos lados en mi busca. Hacía casi un año que no lo veía, y le había caído más el pelo, aunque no parecía más viejo que de costumbre.

—¡Da...Papá! —lo llamé.

Había estado a punto de llamarlo por su nombre, Dan, y habría sido un error garrafal, le habría destrozado por dentro si supiera que alguna que otra vez ya no me refería a él como mi padre.

—¡Mia! —se acercó a mí y me abrazó con fuerza tan repentinamente que casi se me cayó la maleta. Se separó y me sonrió ampliamente, haciendo que unas pequeñas arrugas surcaran su rostro—. Cómo has crecido, casi no te había reconocido.

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