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Esa mañana me desperté con el sonido de mi móvil. Lo cogí, sobre la cómoda, y deslicé el dedo por la pantalla, que se encendió. Mi voz sonó demasiado ronca para parecer yo.

—¿Sí?

—¡Hola, cielo! —me saludó mi madre.

Miré la hora en la pantalla. ¿Qué demonios? Eran las cinco de la mañana.

—Mamá —me dolía la cabeza por haber dormido mal pensando en algo, o más bien alguien, y encima mi voz sonaba como si fumara cuatro cajas de tabaco al día—, ¿has visto qué hora es?

—¡Oh! ¡No me digas que te he despertado!

—Bueno, son las cinco de la mañana...

—¡Lo siento, cielo! —escuché que su voz se alejaba del aparato y hablaba a otra persona—. Hemos calculado mal la hora.

—¿Mamá? —de pronto, desperté—. ¿Con quién estás hablando? ¿A qué te refieres con calcular la hora? ¿Dónde estás?

—¡Eso quería decirte! —soltó una risita, y escuché otra masculina de fondo—. ¿Te acuerdas de Giovanni, el hombre que conocí en el trabajo?

Mi madre no había estado con nadie después de divorciarse con mi padre, o al menos eso creía. La única persona un poco influyente en su vida a parte de mí había sido Giovanni, un hombre que se había hecho una quemadura de primer grado al caerle encima del brazo una cacerola de agua hirviendo. Por lo que sabía, era cocinero en un restaurante italiano de la ciudad, y había conquistado a mi madre con su sarta de chistes malos y belleza varonil italiana. Bueno, esa era su descripción. En mi opinión, se había enamorado de un hombre con canas y algo de barriga, pero ese era su problema. Lo cierto era que era una gran persona y a mi madre se la veía feliz con él.

—Sí, ¿por qué?

—Bueno, me ha invitado a un crucero por Italia. Quiere enseñarme dónde se crió —soltó una risita más propia de alguien de mi edad que de la suya—. Está siendo muy atento conmigo. En estos momentos estamos llegando a la costa para visitar Pisa.

—¿De crucero? —estaba a punto de enfadarme porque no me había avisado, pero luego pensé en algo.

Quizás era bueno que ella rehiciera su vida. Había estado tan centrada en que la mía fuera perfecta -dentro de lo que cabe, sin un padre- que se había olvidado por completo de la suya, y yo no era nadie para arrebatarle un momento de felicidad como aquel, el cual pasaba con una persona que le gustaba, y que a mí también me gustaba. No, no quería ser tan egoísta.

—Eso es genial —sonreí.

—¡No te lo puedes imaginar! Te daré tu regalo cuando vuelvas a casa.

—No hace falta, con que vuelvas entera me conformo.

—Claro —bajó el tono de voz—. Y si encuentro algún chico adecuado por aquí dejaré caer que tengo una hija guapa y soltera esperando al otro lado del charco.

Me reí, aunque no me hizo gracia. Me hizo pensar en Logan, y hacía horas que me dedicaba a eso.

—¡Oye, tengo que dejarte, tengo que ir a recoger las cosas del camarote! ¿Va todo bien por ahí?

—Genial. Papá me ha enseñado la ciudad.

—¿Ya has hecho amigas?

—Sí.

—¿Y amigos...?

—Mamá...

—Lo siento, lo siento, cuesta creer que estés tan lejos —se rió—. Bueno, adiós, cielo, tengo que irme.

EssenceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora