Capítulo 33 "¿Un adiós, inesperado, pero temporal?"

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Daba vueltas y vueltas por la cama sin saber qué hacer, había estado un poco con el móvil pero no se podía exceder demasiado pues las baterías que tenía no eran ilimitadas aunque tampoco es que tuviera mucho que hacer sin cobertura. La luna redonda brillaba iluminando todo el cuarto.

Mi pijama de pantalón corto ya se había cambiado a uno más largo por el frío. Cuando me lo puse noté su seda tocar mi piel y su aroma darme un achuchón, ese dulce olor a mi casa, mi hogar. Sin poder evitarlo me cayeron unas lágrimas al recordar la imagen de mi familia. Me levanté de la cama y salí del cuarto, planeaba dar un pequeño paseo por la casa a ver si el sueño aparecía. Bajé por las escaleras después de dar varias vueltas por el primer piso y me quedé un poco parada al escuchar lo que sonaban unos sollozos. Me acerqué a donde provenían, la habitación de la Rosa.

Di varios vistazos a mi alrededor con la esperanza de que ninguna doncella me encontrará. Si con el duque habían sido muy estrictas con ella aún habían sido más. Abrí la puerta cautelosa de poder despertar a alguien, entré en la habitación y cerré la puerta tras de mí como si nunca me hubiera escabullido dentro. Estaba demasiado oscuro, a lo mejor porque una nube se interpuso enfrente de la luna. Me fui guiando por los sollozos que cada vez se hacían más cercanos aunque pronto me pude servir de la vista, la nube se marchó.

Diago se encontraba de rodillas al lado de la cama, tenía la cara escondida en las sábanas y su muñeca vendada bajó la mano de la Rosa. Levantó su rostro desbordado en lágrimas y me miró.

—Yo, no pude hacer nada, simplemente me quedé mirando como un idiota y me desmayé cuando usted nos protegió con aquella luz —tartamudeaba—. No pude ayudar, no pude hacer nada y por eso estamos así, ¿verdad? Soy tan débil.

Cogí varias sábanas gruesas que habían en la silla y lo abracé con ellas, esto era lo que tuve que hacer desde un principio.

—No, solo eres un niño, no te culpes así.-Intenté apaciguarle.-Yo, yo soy la que debe de disculparse, por mi culpa todos salieron heridos. —Gimoteé—. Yo soy la que debí ser más fuerte, por favor tú no tienes la culpa. —Una sonrisa rota apareció en mis labios—. Te he dejado mucho peso en los hombros, ¿verdad? Perdóname, ¿podrías perdonarme? —Lo apreté aún más entre las sábanas.

Cómo si soltara todas las lágrimas que había estado reteniendo y ocultando lloró, lloró y lloró. Había dejado a este niño solo desde el primer momento y encima me extrañaba que la Rosa y ellos estuvieran tan cerca, normal, ella sí que le dio lo que necesitaba, una mano con la cual guiarse mientras que yo simplemente no me daba cuenta como una tremenda cretina. Era una completa estúpida que creía que a puñetazos y a fuerza bruta iba a resolver algo cuando era todo lo contrario, lo lamentaba tanto.

La luz de la luna brilló más desplazándose por la cama hasta alumbrar todo el cuerpo de la mujer. Su cara estaba llena de arrugas al igual que sus manos, los pómulos estaban demasiado definidos con sus carnes hacia dentro. Sus labios eran finos y estaban bastante agrietados, los ojos eran pequeños y el cabello que había en sus cejas eran mínimos al igual que las numerosas entradas en sus cabellera blanca. Entorno a su cara se pintaban unas manchas de color oscuro.

"¿Esta seguro que es la Rosa?" me pregunté a mi misma perpleja, parecía que había envejecido más de setenta años en poco menos de un mes.

—Es ella —afirmó el niño limpiándose las lágrimas. ¿A lo mejor había sido demasiado evidente? Pero es que realmente estaba perpleja—. Utilizó demasiada energía.

No pregunté pero me invadieron las dudas, "¿Entonces cuantos años tenía?". No dije nada, no era el momento.

—Tranquila, ya se puede ir —dijo y yo aparté las sábanas con las que le abrazaba, las volví a poner sobre la silla.

Debajo de mi camaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora