Capítulo veintinueve: Una cita con el asesino.

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Maldición.

Estaba descomunalmente nerviosa.

Mis manos, mis pies, mi rostro… Todo mi cuerpo estaba transpirando de una manera poderosa mientras me aproximaba al lugar que indicaba la dirección que Carl Smith me había dado.

Había decidido venir sola, ya que, cuando llamé a Michael para avisarle, me envió al buzón. No, no fueron ni una, ni dos veces. Fueron veinte veces según el registrador de mi teléfono.

Iba en el auto de Gautier (quien me lo había prestado después de muchos ruegos y explicaciones, con la única condición de que lo devolviese sano y salvo) y, pidiendo ayuda respecto a las direcciones, llegué a un lugar que me resultaba familiar y al que no tardé en reconocer.

El bosque al que Michael me había llevado en una de nuestras primeras salidas.

Se me heló la sangre en las venas.

Estacioné el auto a poca distancia del otro, que ya se encontraba ahí y cualquier duda que haya podido albergar sobre la identidad del llamante se esfumó.

DM-2804P.

Esa era la placa del auto de Carl que había memorizado el día en que salí con mi mejor amigo y su novia a comprar unas cosas y me lo conseguí “casualmente”.

No dudaba, ni por un solo segundo, que ese depravado había tenido todo fríamente calculado.

Marqué el número de Michael una última vez, antes de apagar las luces delanteras.

Su llamada será desviada al buzón de mensajes, al finalizar el tono…

Colgué con rabia y apagué el auto, luego, tomé una enorme bocanada de aire y salí.

La brisa gélida de las últimas horas de la tarde, me golpeó como si se tratase de un balde de agua fría introduciéndome a la realidad.

De espaldas a mí y a tan sólo unos pocos pasos de distancia, se encontraba aquel hombre que se había encargado de hacer amargos los días de muchas personas. Aquel hombre que había causado un dolor indescriptible a la sociedad. Aquel hombre que había acabado, sin el más mínimo remordimiento, con la vida de un ser inocente. Aquel ser tan despiadado que recibía el nombre de Carl Smith.

Me aclaré la garganta, guardándome mi furia para mí misma y colocando una expresión de completa y fría tranquilidad.

El hombre se dio la vuelta al instante, con un pequeño salto y me miró sonriente.

Detrás de sus ojos, podía verse un brillo desquiciado de una persona que no era, en absoluto, cuerda.

—Danielle, querida. Por un momento temí que no vendrías, ¿cómo has estado? —La soltura y la normalidad con la que hablaba era altamente repugnante. Ese tono tan desenfadado, como si fuésemos amigos que llevan tiempo sin verse o conocidos cercanos a quienes se les tiene aprecio.

Vomitivo.

—¿Por qué querías verme? —A través de mis oídos, pude escuchar mi propia voz tensa y totalmente gélida. Como la voz de un robot programado para realizar órdenes.

La bestia me miró, ligeramente ofendido.

—¡Oh, querida! ¿Dónde quedaron tus modales? ¿Es que acaso tu madre no te enseñó cómo tratar a las personas importantes? —preguntó.

Mantén la calma, Danielle,me susurró una lejana voz en la cabeza, tienes que conseguir respuestas. No caigas en sus trampas.

—Con todo respeto —hablé, mientras en mi mente golpeaba repetidas veces al hombre frente a mí con una barra de hierro—, no lo considero una persona “importante” y le pido, que por favor, responda mi pregunta.

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