2 | Atardecer y una fría noche

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La aurae cayó sin piedad al atardecer. Una onda de colores mezclados, como pinceladas púrpura y fucsia, fluía por los bordes del horizonte contorneándose lentamente. Dunai no podía observarla por completo, ya que los edificios punzantes de Terunai no lo permitían. Al mirar hacia arriba, solo contemplaba nubes dispersas. Era el final de un día caluroso.

«Ella está tardando. Vamos, no creo que pase nada», pensó. Claro, positividad. Había que ser positivo.

Del bolsillo interior de su gabán sacó un cigarrillo rabirholdano, el que luego prendió en el candelabro de su mesa, y se lo llevó a la boca. O eso hubiera hecho si no se le hubiera acercado un empleado de la taberna. El hombre robusto y moreno estaba diciendo algo, parecía ofuscado, negando con la cabeza y las manos. Dunai no entendía muy bien el velinés, a pesar de tomar clases antes de viajar hasta Veliska. Al cabo de un momento, el lenguaje corporal del hombre fue lo que le alertó.

Apagó su cigarrillo.

Al instante, el mesero asintió con severidad y se marchó.

«¿Ves?, eso es lo que pasa cuando eres optimista. Si decía, "apuesto a que si prendo este cigarrillo me pillan", quizá no me pillaban realmente». Dunai torció la cabeza resignándose.

Pero en serio, hombre, ella estaba tardando. ¿Dónde se había metido?

—Vamos, Genime, no me hagas esperar más —murmuró para sí.

Estaba recostado en su silla, sentado frente a una mesa cuya capacidad era optima hasta para diez personas. Era una taberna con espacios diferidos: uno dentro del edificio, y otro al aire libre, en una terraza. Por esa razón, Dunai había decidido fumar, ya que supuso que ese espacio estaba reservado para fumadores. Se había equivocado. Había letreros escritos en caracteres indescifrables. Tal vez en ellos estaban las reglas clarificadas.

Para soportar la espera, se levantó de su silla y se recostó contra la pared de roca que daba a la calle. Al girar su cabeza se encontró con una lámpara de aceite, la cual tenía una base con finos diseños de enredaderas.

Intentó tocarlas, pero en ese momento el artefacto se soltó.

«¡Mierda!», pensó aterrorizado. El corazón latiéndole como si fuera a salir disparado de su pecho. Su rostro ganó calor rápidamente.

Esta vez había tenido fortuna: la lámpara alcanzó a ser sostenida por sus manos, y a una altura muy cercana de la posición original. Dunai escaneó para un lado y otro, buscando a alguien que lo hubiera visto. Parecía que nadie lo notó. Eso era perfecto. Puso el artefacto en su lugar, enganchando la parte posterior en el sostenedor de la pared.

Dejó salir un suspiro de alivio.

Desde el interior del edificio, el cual era iluminado por abundantes velas, una figura de ropas oscuras y rostro blanco venía acercándose. No había mucha gente que vistiera de manera tan familiar a Dunai. Esta debía ser Genime.

Las miradas de los clientes repartidos en las mesas circundantes voltearon a verla. No era que esa chica fuese especial; lo más probable era que para un velinés fuese una novedad ver a un turista de Egnarian, incluso más que ver a un mahukareno, o incluso a un tezvirano. Después de todo, los únicos de Hayinash que tenían piel blanca como la nieve eran ellos, los egnaranos. Dunai se sentía como las dos lunas en la noche, si contaba a Genime, claro.

Crónicas de HayinashDonde viven las historias. Descúbrelo ahora