—No se empujen. Caminen ordenados que este no es vuestro patio —advirtió con dureza el guardia de la cicatriz.
La celda que colindaba con la de Trechiv era la primera en ser evacuada; los prisioneros salían ordenadamente en fila mientras avanzaban con las manos recién atadas a sus espaldas. Encerrado en su propia prisión, el joven adgenano se hallaba observando cerca de la reja, acompañado por la mujer tezvirana, Karaki, y el egnarano, Klatein. Con el paso del tiempo se les unió Daerts, quien dejó solo al anciano mientras este yacía recostado contra la pared. Parecía nada interesado en lo que sucedía a sus alrededores.
La atmósfera era de preocupación, aparte de tóxica, pues el humo había obligado a que no respiraran durante un lapso demasiado continuo. La tos de los lugareños rotaba de aquí para allá, con hombres y mujeres usando su antebrazo para cubrirse e intentar sobrevivir al infame panorama. La claridad también había sido afectada: Trechiv carecía de la precisión visual para ver a través de la gruesa capa grisácea, la que fluía cada vez más densa.
—Oigan, ¿y nosotros cuándo? —preguntó Karaki efusivamente. Trechiv sintió que ella había metido la pata, porque ese guardia tenía un aire que le ponía los pelos de punta.
—Espera tu turno —respondió el aludido, quien fulminó con la mirada a la mujer. A esta, sin embargo, no le importó. Karaki lucía de verdad preocupada. Ella se alejó de la reja y con enojo, susurró mientras daba una patadita al suelo:
—Por la mierda.
Para Trechiv era comprensible su molestia. Él también creía que debían salir cuanto antes de allí, no fuera a ser que se derrumbara el techo.
—Tranquila, ya llegará nuestro turno —Klatein se volvió hacia la mujer y luego rascó su pálida mejilla.
—Cuando estemos muertos, por supuesto. Eso es lo que ellos quieren.
En los alrededores, los otros presos se mantenían murmurando intranquilos. Aquel silencio inducido por la aparición del hombre y el extraño ritual sobre Trechiv, ya se había diluido.
El joven permanecía en un estado mental muy raro. No podía ordenar sus difuminadas memorias, sintiéndolas lejanas, frías, como careciendo de real importancia. Lo único para lo que le servían era para estorbarle, y pues hubiera sido mejor no tener nada en la cabeza.
¿Cómo había llegado hasta ese lugar?, ¿existía una vida antes de ser encerrado?, ¿era esto una ilusión?
«Entrégame tus memorias». Tronó en su mente.
Por un momento le pareció oírlo, pero solo estaba recordándolo. La voz de ese ente extraño poseía un cuerpo anormal. Le podrías sellar con diez millones de candados, y con una sola palabra sería capaz de romperlos todos. Trechiv tuvo la idea de que en muy poco tiempo, había sido advertido del alcance del poderío de ese ser. ¿Estaba aquí, en Veliska, en Terunai?
«He hablado con... ¿un Dios?», pensó de repente.
Tal vez el rey Kantier fuera apoyado por una divinidad, ¿o era muy ridículo creerlo? A Trechiv siempre le hicieron gracia las historias que estudiaba, porque más allá de ponerse el disfraz de creyente, lo que hacía era mantener una neutralidad y cierta abstracción. Era maravillado, mas no llevado a pensar que esos seres sobrenaturales existieran. Pero, ¿Quién era él para negar esa posibilidad? El ser humano sabía muy poco de su propia historia.
Además, estaba el pequeño detalle de que las mismas naciones del sur fueron quienes confirmaron la existencia de Los Encadenadores, y, hablar de ellos como una realidad, inmediatamente creaba un puente entre las personas y Dimatervk. Si era todavía más espiritualista, podría abrir la posibilidad a que el resto de dioses también existieran.
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Crónicas de Hayinash
FantasíaUn muchacho llamado Trechiv se adentra en una gigante ciudad voladora: Terunai, la capital de Veliska. Aquel reino que ha prosperado como jamás lo había hecho desde hace quince años atrás. El motivo de su visita debería ser claro, pero grande es su...