3 | El rastro de lo que importaba

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Trechiv percibió a través de sus párpados enrojecidos que había amanecido. Abrió sus ojos. Estaba torcido mirando hacia el techo, envuelto en sábanas blancas, hechas un revoltijo.

Tenía el mal hábito de moverse como serpiente cuando dormía. Vagamente recordaba que se había quedado reflexionando, puesto de lado, y de un momento a otro su consciencia se había disuelto.

Dio un largo bostezo, luego se acarició la cabellera.

A su derecha había una ventana, la cual a pesar de estar tapada con cortinas oscuras, permitía que la luz del sol se filtrara.

No se levantó de inmediato. Necesitaba darse un tiempo para que la lucidez bañara su mente, además que parecía ser temprano. Daba la impresión, por la posición del sol, que era hora segunda. Es decir, todavía faltaba una larga hora para el mediodía.

Era cierto que tenía asuntos por resolver, pero Trechiv no sabía cómo dar el primer paso. La tarde del día anterior había tratado de recordar acerca de eso que no podía, y como era de esperar, no había surtido efecto.

Estaba empeorando. Al avanzar el tiempo, sentía que además de olvidar el núcleo del asunto, su memoria había comenzado a degradarse en aquellos puentes que podrían llevarlo hacia el mismo. No se le ocurrían asociados, ideas o conceptos que lo ayudaran a enlazar el objetivo.

Era como si cuando mirara hacia al frente, su visión del paisaje se difuminara. Qué genial.

Se levantó de la cama, luego ordenó sus cosas y se dio un baño. Netarim estaba en el comedor, trabajando con ojos brillantes de pasión mientras cosía unas costuras.

—¿Desde qué hora estás en eso, viejo? —preguntó el muchacho, luego de haber terminado sus asuntos y llegar a la habitación.

—Supongo que no salía el sol en ese entonces —Netarim miró hacia la ventana.

—¿Tan temprano?

—Tengo mucho trabajo.

Trechiv observó los múltiples maniquís vestidos uno al lado del otro. Eran más de los que vio ayer. El viejo no mentía.

—Dejé puesta la mesa para que desayunes, si te apetece —en la mesa destinada a las comidas, había una bandeja de pan, además de frutas y una tetera pequeña.

—¿Eso es té?, ya se ha enfriado.

El hombre de ojos celestes rio para sus adentros.

—Tendrás que volverla a hervir, muchacho.

Trechiv exhaló. Fue directo hacia la mesa, tomó la tetera, que era plateada con una cobertura azul, y la llevó hasta el calentador. El artefacto era una masa metálica cuadrada, de cuatro patas, que poseía una puerta con una ventanilla que dejaba ver el fuego.

«Por lo menos eso no se ha apagado», pensó. Dejó la tetera sobre la superficie del calentador.

Buscó un palo de leña, la cual estaba apilada cerca, y lo echó para que se consumiera en las llamas.

Después de un rato, el agua hervida dejó salir su vapor característico. El joven se sirvió té, y comió lentamente mientras el ajetreado velinés seguía cosiendo.

Crónicas de HayinashDonde viven las historias. Descúbrelo ahora