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Quiso besarla como siempre lo hacía para que se le pasara el enojo, pero ella le adivinó la intención y él se comió el amague. Entonces, le llevó los bolsos hasta el portón y dejó que ella se fuera. Qué más podía hacer. Se le terminaron las opciones. Se le fue yendo despacito, y él ahí, se quedó duro como un poste, en la oscuridad, mirándola irse. Ella siempre hizo lo que quiso. Y en ese momento lo que quería era irse. Como después iba a querer volver. Tulio siempre la dejó hacer. Ir y venir. Él, tenía otras preocupaciones. Si hasta le hacía un favor al irse. Pero era un favor que dolía. Tulio cerró la puerta despacio. Cobarde. No quería que ningún sonido alertara a los vecinos de lo que estaba pasando. Hipócrita. Tulio sabía que siempre estaba la posibilidad de que alguien estuviera espiando detrás de una cortina. El barrio lo miraba, y estaba pendiente de lo que pasaba en su casa. Siempre había sido así, al menos desde que Esperanza se mudó a esa casa. A la casa de Tulio Banquina, el concejal. Como le recuerdan las descascaradas paredes de la muralla de la escuela, y de la cancha de fútbol, que aún después de tantos años mantienen la frase: "Tulio concejal", pintada a brocha gorda con pintura negra. Ella se iba, la Esperanza lo dejaba, y lo último que vio de ella fue su sombra, la sombra que proyectaba el farol enorme que puso el intendente en la esquina, porque era época de elecciones, y esa sombra, en esa madrugada cargada de sombras, la de Esperanza, cubría las paredes con el nombre de Tulio Banquina, antes de perderse en el horizonte de la calle que la llevaba a la terminal de ómnibus.

Matado tres vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora