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Era una orquesta, una orquesta sinfónica, y Tulio Banquina era el director de esa orquesta en la que los instrumentos, los únicos, eran los aplausos. Tulio Banquina era el primero de la fila y nadie tenía permitido aplaudir antes que él lo hiciera. En el momento indicado Tulio batía las palmas e inmediatamente después iban los demás. Sin embargo, en la orquesta aplaudidora no todos aplaudían igual. Los de adelante, las primeras tres filas aplaudían en un tono bajo, lento y pausado, a las filas siguientes, las que se ubicaban en el medio les tocaba un tono más alto y más intenso in crescendo a medida que se alejaba del centro de la escena, a las filas últimas les tocaba los tonos agudos, los aplausos intensos y acelerados. Eran ellos los que más aplaudían. Cuánto más lejos se estaba de las primeras filas más intenso el aplaudir. A los lados iban los desaforados, los gritadores y silbadores, que sólo intervenían en determinados momentos que definía el director y jefe de la orquesta de los aplausos de Cielo Chico.

Todo aquello garantizaba un espectáculo único que tenía un solo destinatario, el orador principal que ocupaba el centro de la escena y para quien tocaba aquella orquesta de aplausos.

Dicen los que tuvieron la oportunidad de experimentarlo que los actos partidarios en que Tulio Banquina gestionó los aplausos fueron simplemente majestuosos, que era una obra maestra, a la altura de Mozart, Beethoven o Chopin.

Matado tres vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora