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Escribo con un arma al lado de la computadora.

No he vuelto a ver a Evita. No sé nada de ella, aunque no hay razones para que tenga que saber algo de ella. No tengo su número, ni su dirección. Tampoco pude encontrarla en el Facebook. De ella solo me queda su nombre, de heroína. Me niego siquiera a construir una teoría sobre quién es, prefiero que siga siendo una catálisis, una digresión real y alegre en este relato de incertidumbres.

Estuve un rato dando vueltas, y regresé antes de lo previsto. Cuando abrí la puerta me encontré con mis perseguidores sentados frente a la pantalla de mi computadora.

Uno de ellos, un morocho de bigotes, llevó la mano derecha a la cintura e intentó sacar su arma. Me adelanté y le apliqué un puñetazo en la nariz que lo hizo trastabillar y cayó de espaldas contra la pared. Al mismo tiempo, su compañero más bajo y pelado, me tomó por detrás y quiso someterme. Un pisotón y un codazo en el bajo vientre me dieron la oportunidad de zafar de sus enormes brazos, voltear y patearle en la ingle hasta desmayarlo. Luego, fui sobre el primero, en el camino tomé un cenicero de algarrobo y le di tremendo golpe en la cabeza cuando intentó ponerse de pie, de tal manera que terminó nuevamente en el piso, noqueado. Sabía que no podía perder tiempo, que debía escapar lo antes posible, la guerra fría había terminado. Había tumbado dos muros. Alguien se estaba tomando demasiadas molestias conmigo. Antes de salir corriendo de la pensión, revisé a mis perseguidores. Les quité sus teléfonos celulares y sus billeteras.

Había un número, al que ambos habían llamado demasiadas veces como para ser casualidad. El nombre con el que estaba agendado ese número era: "Villalba".

Matado tres vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora