Capítulo 29

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Dasha


Salí de la ducha.

Había adelgazado mucho o al menos aquello era lo que veían mis ojos en el reflejo del espejo. Mis pechos casi habían desaparecido, aunque quedaba todavía rastro de ellos pero nada en comparación a lo que solían ser. La clavícula se me marcaba demasiado y no hacía falta que levantase los brazos para estirarme para que se me notaran las costillas.

Me costó, pero entre tirones y mechones al final pude desenredar mi pelo volviendo a recuperar mi cabellera negra lisa. Aquello me recordó a mi madre, aunque mi pelo no era ni la mitad de bonito que el suyo, pero sentía que cada vez que me veía en el espejo la veía a ella y en verdad me dolía horrores. Así que, aparté mi vista de aquel trozo de cristal y decidí curarme las contadas heridas que tenía por el cuerpo las cuales ya estaban cicatrizando y vestirme, aunque pronto me di cuenta de que no tenía otra ropa más que aquel vestido roto y sucio.

Me envolví en una toalla y abrí la puerta rezando para no encontrarme con nadie y para que Aliona estuviese lo suficientemente cerca como para poder oírme.

—¿Aliona?—pregunté sin recibir respuesta.

Mierda, y ¿ahora que hacía?

Decidí salir con pesar y volví a recorrer aquel pasillo hasta toparme con el salón, ya que prefería no volver a pasar por la cocina...

—¿Aliona?—volví a preguntar abriendo la puerta pero la persona que estaba allí no era ella.

  Damien estaba sentado en el sofá con los codos apoyados en los muslos y las manos sosteniendo su cabeza a la vez que sus dedos se enterraban en su cabello. El salón era amplio, la habitación más grande de aquella casa. En el centro se encontraban el sofá y varios sillones junto con el televisor y una mesita, a un lado una mesa grande que supuse que hacía de comedor, y enfrente de la mesa un mueble de madera con platos y vasos de porcelana que ocupaba practicamente toda la pared. En una esquina estaba un piano clásico negro, precioso, que casi era ocultado por la mesa que tenía enfrente.

A pesar de la amplitud de aquella habitación Damien consiguió percatarse de mi presencia levantando la cabeza y captando la manera en la que iba vestida antes de que pudiera salir por aquella puerta.

Sus ojos se abrieron al verme de aquel modo, aunque no supe si de sorpresa u horror al poder contemplar todo lo que había cambiado mi cuerpo en aquellos meses. Los segundos que sus ojos me escrutaron se me hicieron eternos y una inseguridad tremenda se abrió paso por mi cuerpo encerrando aquella confianza y valentía que me caracterizaba.

—Estoy buscando a Aliona—dije evitando que fuese él el que hablase primero—. Necesito ropa.

Pensé que no me había escuchado porque sus ojos seguían pegados a mi cuerpo y su boca colocada en aquella forma de "o" que se le había quedado en los labios.

Fue cuando me removí incómoda que se decidió a pestañear y a volver en sí para al fin poder contestarme.

—Han salido—respondió—. No hay nadie más aquí.

—Genial—murmuré por lo bajo.

—Pero—dijo levantándose—, tengo ropa que me han dejado, si quieres te puedo traer algo.

Asentí.

Mejor eso que nada, y no pretendía quedarme en toalla hasta que volvieran.

Pasó por mi lado haciendo un gesto con la mano para que lo siguiera hasta su habitación.

No era diferente a  la mía, la suya también estaba compuesta por una cama y un armario de madera un poco más grande que el que había en la mía y sus ventanas daban a una pequeña calle de piedra vacía en la que tan solo se veían dos casas más.

La Rusalka RojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora