Año nuevo, vida nueva. Eso promulga todo el mundo en cuanto se desprende de la última hoja del calendario, como si al cambiarle un número al año, la vida se reiniciara. Tomar de excusa la entrada de un nuevo año para prometer cambios y augurar unos meses repletos de felicidad y éxitos, ese era el modus operandi de cualquier ser mortal sobre la faz de la tierra. De todos, menos el de Samantha. Ella iba a contracorriente, para ella el próximo año no era más que una continuación de lo que había acontecido en el anterior. Todo iba a ser exactamente igual: su madre seguiría con un catéter en la barriga, la distancia las mantendría separadas y ella seguiría estudiando para acabar la carrera y continuaría escribiendo, a pesar de lo difícil que era buscarse un hueco en el mundo de la escritura... Su vida iba a ser la misma, con el mismo caos y ajetreo continuo.
Ya llevaban siete días del año nuevo, tiempo suficiente para afirmar que nada había cambiado más que el calendario, la decoración navideña y su cuenta bancaria, porque los Reyes Magos habían arrasado con ella. Samantha era de las que planeaba los regalos con antelación, aunque los comprase a última hora, pero siempre se esmeraba en obsequiar a sus seres queridos de una manera especial, no solo con artículos y productos de lo más recurrentes y comunes. Sin embargo, a pesar de que eran las primeras Navidades en las que había derrochado más dinero del esperado, aún no había entregado el regalo más importante. Las últimas horas las había destinado a finiquitar los detalles necesarios para que todo saliera como se había planeado.
Mientras hacía la maleta, la cara del pianista inundaba sus pensamientos. Si él estuviera a su vera, en cinco minutos la tendría hecha y, sobre todo, perfecta, sin una arruga en ninguna de sus prendas y con cada una de ellas bien doblada y apilada sobre las demás. Pero, por suerte, estaba su madre para ayudarla, con un pijama de franela y una diadema sobre el pelo canoso que cubría todo su cuero cabello, y gracias a ella la maleta no se convirtió en una maraña de telas y vestimentas que después tendría que planchar. Otra de las tareas domésticas que no se le daba nada bien y que, además, odiaba hacer. Planchar la ropa está sobrevalorado, argumentaba cada vez que se colocaba detrás de la tabla de planchar.
Con la maleta hecha, los regalos en las bolsas y el billete de ave en la cartera, la chica salía de su casa con una sonrisa de oreja a oreja, aunque llena de nerviosismo, como siempre que organizaba una sorpresa para alguien y se acercaba la hora de desvelarla.
-¡Dóna-li records al Flavio, filla! -exclamó su madre desde la ventana mientras ella se montaba en el taxi y le decía adiós con la mano. No lo conocía en persona, pero lo que más había hecho Samantha durante su estancia en Barcelona, a parte de comer, era hablar del murciano cada vez que algo le recordaba a él. "Ay, mamá, si vieras cómo hace la maleta Flavio...", "Esta canción la toca él en el piano", "Flavio venía a veranear a Barcelona". No se conocían en persona, pero su madre ya lo sentía uno más en esa familia.
Lo que restaba de Navidades lo había pasado en Barcelona, junto a sus seres queridos. Estar ahí era la manera más fructífera de recargar pilas. Y, además de estudiar para los exámenes finales que tenía programados a principios de febrero, había comido como nunca, había visitado a todos sus tíos y sus primos y había hecho compras de manera desenfrenada, de esa misma forma que ella siempre había criticado en los demás. Ese año sentía la obligación de regalar más de la cuenta, a su madre, a su padre, a su tía Vicky, a Claudia, a Maialen, a Flavio... ¡y al sinfín de hermanos que tenía el chico! Por eso, durante el trayecto en el ave, había estado peleando incesantemente con las bolsas de regalos que la molestaban en ese estrecho asiento en el que trataba de acomodarse.
Bea la estaría esperando en la estación, así que, una vez llegada a la Región de Murcia, solo tendría que buscar el Clio rojo de la chica y descargar todos los bártulos en él. No lo iba a negar, permanecer a solas con la hermana mayor de Flavio también le producía muchos nervios, pero en el fondo sabía que en cuanto la viera, la chica sería capaz de hacerle olvidar el nerviosismo y de provocarle muchas risas. Si algo tenía Bea, era diversión. La joven era demasiado graciosa, era de esas personas que te hacían reír sin pretender hacerlo.
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Todos los sitios en los que coincidimos
RomanceSamantha, una joven amante de la escritura y la poesía, pelea a diario por sobrevivir en un mundo caótico, lejos de su familia. El extravío de su agenda, donde tiene plasmados todos sus escritos, hará que su camino se cruce con el de alguien más. ¿S...