Capítulo 25: Por más resacas a tu lado.

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Si tuviera que calificar de alguna manera esa Navidad, emplearía el término "surrealista". Desde que se había levantado a las 9 de la mañana hasta que se acostó en la cama bien entrada la madrugada. Todo lo sucedido en ese vertiginoso espacio de tiempo había sido, cuanto menos, espeluznante. Y por más que trataba de acallar las voces tenebrosas de su cabeza, Samantha no lograba conciliar el sueño.

-Samantha... -el murciano pronunció su nombre, sobresaltándola sobre la cama. Ella estaba acostada hacia el lado izquierdo, mirando hacia la pared. Flavio, por su parte, permanecía tendido boca arriba.

-¿Mm? -musitó, con los ojos cerrados, suplicando que la borrachera hubiera menguado en el chico. No había parado de hablar desde que lo arrastró, casi a trompicones, hacia la habitación del hotel. Había dicho un sinfín de disparates, sandeces y algún que otro halago que amenizó el trance tan abrumador que le había hecho pasar a la catalana.

Pero, esta vez, el pianista no habló. Se levantó, acelerado, de la cama y entró al baño para devolver los litros de alcohol que estaban irritando su estómago. Se oyó cómo alzó la tapa del váter y, automáticamente después, el sonido estrepitoso de unas arcadas inundó por completo toda la estancia. Era de prever que después de mezclar el vino tinto con un par de chupitos de tequila, su organismo reaccionara de esa manera. El sonido de los vómitos se volvía cada vez más reiterado y angustioso: un alboroto procedente del lavabo que incrementaba el nerviosismo de la joven. Hasta que llegó el silencio, un silencio que se tornó aún más perturbador que la escandalera previa.

La chica se incorporó sobre la cama e hizo un amago para ir a ayudarlo, pero, en ese instante, el murciano salía por la puerta del baño. Estaba aún con la camisa blanca que había elegido para acudir a la cena, pero su aspecto nada tenía que ver con el del principio de la noche. La camisa estaba arrugada de un extremo a otro, dejando entrever el pecho consistente del muchacho, que se llevaba las manos a la barriga y reposaba su cuerpo en el bastidor, agotado y abatido.

-¿Bien? -preguntó, titubeante.

Flavio negó con la cabeza y soltó un resoplido que resumía a la perfección su gran malestar. Se encontraba pálido, el flequillo que colgaba por su frente estaba empapado de sudor y fruncía el ceño como si un dolor atosigante estuviera taladrando sus sienes. Se llevó, de repente, las manos hacia su boca y corrió, de nuevo, hacia el retrete para arrojar lo que aún quedaba en su cuerpo y le seguía ocasionando cierta molestia. Esta vez, la catalana se levantó e irrumpió en el aseo detrás de él para servirle de ayuda de la manera que fuera. Sin embargo, en cuanto el chico la vio a unos pasos de él, que se encontraba agachado en el suelo y con el rostro apuntando hacia el interior del inodoro, bufó de una forma nada disimulada.

-Vete a la cama. Estoy bien -sentenció, con una voz más grave de la habitual.

-Pero si me acabas de decir que te encuentras mal... -chistó, sin dar crédito a la actitud tan contradictoria que el murciano estaba teniendo con ella.

El joven no tuvo tiempo para argumentar su comportamiento ilógico y volvió a echar por la boca el poco líquido ácido que conservaba dentro de sí. Por suerte, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo, la tez del pianista ya recuperaba el color natural que siempre teñía su piel y, después de unas últimas arcadas, tiró de la cadena y se dejó caer, otra vez, exhausto sobre el suelo.

-Estoy mejor, ya está -insistió. -Duerme, que ya es muy tarde.

-No puedo dormir, y ahora menos -afirmó.

-Menuda noche te estoy dando... -rio, aunque de una manera un tanto forzada, y sus hoyuelos hicieron acto de presencia en ese rostro tan desaliñado.

La borrachera ya se le estaba pasando, poco a poco el Flavio que ella conocía se iba apropiando de ese musculoso cuerpo que yacía sobre el suelo sin ningún indicio de fortaleza, al contrario, mostrándose débil y jurando no volver a tomar en los próximos cinco años.

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