Capítulo 19: Casi sin quererlo.

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Envuelta en los firmes brazos del pianista se hallaba en casa. La cama del chico era de pocas dimensiones, solo uno de ellos cabía plácidamente en el colchón, así que a base de arrumacos los dos cuerpos se acomodaron en ese estrecho espacio. Y, en realidad, la catalana lo agradecía, estaban a principios de diciembre, el frío ya hacía acto de presencia en cada esquina de la casa y el calor que desprendía la piel de Flavio suponía el mejor remedio para combatir las bajas temperaturas.

Seis días atrás, el murciano se plantaba en su casa, con una maleta y una sonrisa de oreja a oreja, achinando como nunca sus oscuros ojos, y absolutamente todo lo que vivieron esos cuatro días en su ciudad natal fue inolvidable. Mufasa, los calçots, los intentos por esconderse de sus padres... Habían vivido unos días típicos de romance de adolescentes, con ese brillito que no se esfumaba de sus miradas, con esas mariposas en el estómago que no paraban de aletear, con los besos furtivos, apasionados y desmedidos, con esas ganas alocadas por explorar el cuerpo del otro sin descanso... Una mini luna de miel sin casarse, porque eso nunca iría a ocurrir. Así se lo había manifestado el pianista días atrás, entre risas y nerviosismo, en mitad de una conversación un tanto futurista. Pues yo sí que me quiero casar, y por la iglesia... de blanco y con un vestido pomposo, de palabra de honor, con calas blancas decorando toda la ceremonia y la fiesta... La cara del chico mientras ella expresaba su deseo de pasar por el altar con las ideas tan bien estudiadas era un auténtico poema, lo que generó muchas risas por parte de la catalana. Tranquilo, que me quiero casar dentro de muchos años. Y, en realidad, no sabía si algún día se iba a casar y, mucho menos, si sería con ese murciano que se había colado en su vida y en su corazón, casi sin quererlo.

Fueron cuatro días repletos de emociones positivas que hicieron que la estancia con su madre en el hospital fuera más llevadera. Samantha la tuvo que acompañar dos veces a darse la diálisis y, aunque fue desagradable volver a ese lugar tan frío y apático, sabía que el chico la esperaba, así que él era su motor para sobrellevar toda esa situación, para agarrar con fuerza la mano de su madre y sonreírle mientras esa máquina hacía su trabajo durante unas largas horas. Tener al joven esos días junto a ella había supuesto una recarga de energías importante.

Ahora se limitaba a observarlo durmiendo con las mejillas coloradas, consecuencia de la fiebre que atacaba su organismo. Sus largas y oscuras pestañas relucían en ese rostro tan pálido y es que, a pesar de que la oscuridad imperaba en la habitación, la chica podía apreciarlas porque las tenía memorizadas. Le gustaba admirarlo sin que él fuera consciente, pero ese no era el único motivo que la arrojaba hacia el más profundo insomnio. Mientras contemplaba al pianista en el quinto sueño, su cerebro no paraba de procesar una infinidad de imágenes y momentos que habían vivido juntos. Ir de la mano del murciano en plena Barceloneta, por ejemplo, y que sus dedos se entrelazaran con los de él, palpando con suavidad cada línea de su mano... Lo admiraba durmiendo, acostado de lado, inclinado hacia ella y agarrándola de la cintura sin ser consciente de ese gesto innato e inocente, y los veía en la playa, cuando la proximidad de sus cuerpos era nula y el aliento de ambos se compaginaba, como en ese mismo instante. Aquella tarde de playa, después de probar unos buenos calçots, había sido una verdadera locura, una aventura que le costaba borrar de su mente. La playa estaba a reventar, encontrar un hueco en esa arena había supuesto una auténtica Odisea, pero a pesar de la multitud de gente, la pareja logró plantar dos toallas de flamencos en un rincón no muy alejado de la marea.

-¿En serio? ¿Flamencos? -inquirió el murciano mientras la catalana sacaba de su bolso las dos toallas.

-¿Qué pasa? ¿No te gustan?

-Me parece muy infantil...

-¿Sabes que cuanto más rosa es un flamenco más posibilidades de éxito tendrá en el cortejo?

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