Su reloj indicaba las 19:59h, pero tenía tres minutos atrasados, así que, en realidad, eran las 20:02h. Espléndida hora. Capicúa. Podría ser una de sus palabras favoritas y de bonita tenía muy poco, o por lo menos eso le decía Claudia. Pero qué esperar de ella, que la palabra que más le gusta del mundo es cocodrilo. Hacía un cuarto de hora que Samantha llegó al lugar donde olvidó su agenda un par de días atrás. El chico no llegaba con retraso, pero ella era de las que prefería salir con antelación a hacer perder el tiempo a los demás, y esta ocasión no era una excepción. Así que le tocó esperar, esperar un poco más de lo que hubiese deseado. Algunas gotas la sorprendieron en medio de la facultad y agradeció que su madre le recordara durante sus 23 años de vida el no salir de casa sin un abrigo. Estaba muy nerviosa, no sabía si sentarse en ese banco o permanecer de pie a un lado hasta que apareciera el susodicho con su agenda. Fuera cual fuera su posición, sabía que no podría librarse del movimiento desesperado de su pierna izquierda, que siempre la delata. Entre tanto pensamiento, vio cómo alguien se acercaba a ella y comenzó a sentir cómo se le entrecortaba la respiración. Un fuego asfixiante recorrió su cuerpo de abajo a arriba y todos sus esquemas mentales se hicieron añicos. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años apróximadamente. Samantha habría imaginado de todo menos que alguien con semejante apariencia tuviese en sus manos su objeto más preciado. No representaba la típica imagen de universitario y vestía con la ropa que su padre solía ponerse allá por el año 2006. Se paró ante ella y alzó ambas cejas, casi al unísono, en busca de lo que Samantha supondría que sería un reloj.
-¿Tienes hora?
-Las 20:02h -respondió sin siquiera verificar si era correcto.
-Gracias -la miró extraño y se dio la vuelta, desapareciendo así de la vista de Samantha. En realidad, el tiempo había corrido y las 20:02 ya no existían, pero los nervios se apoderaron del metro sesenta y siete de Samantha y soltó lo primero que se le ocurrió en la mente. Porque era imposible no sentir miedo cada vez que estaba sola y pasaba un hombre por su lado. Está a la orden del día y, por más rabia e impotencia que sintiera, era inevitable aterrarse al recordar que el número de víctimas sexuales solo hace más que crecer. Y se le sucedían un montón de escenas en la cabeza, en muchas, acompañada de Claudia, y otras tantas, estando sola... Y recordaba numerosas conversaciones con sus amigas compartiendo situaciones parecidas en las que habían sentido miedo, sobre todo, de noche volviendo a casa. "Puta rabia", se repetía a sí misma, aún con el cuerpo sobresaltado.
Ya no caían simples gotas, la fuerza aumentaba a cada instante. La puntualidad se veía que no era el punto fuerte de ese chico, pero Aina no se sentía con el derecho de criticar o exigir. Le debía una muy grande, aunque seguramente nunca en la vida volviese a cruzarse con él. Así que comenzó a agobiarse pensando en que cuando muriese, le iba a deber un gran favor a alguien que ni conocía. No sé, manías de Samantha, que acostumbra a hacer favores y huye de pedir ayuda. Con la mirada, buscaba un refugio en el que no empaparse porque, por muy abrigada que estuviese, nada era impermeable. Buscaba y buscaba como si no conociera cada milímetro de esa facultad. A último remedio, entraría en la biblioteca. Lo estaba evitando por eso del cartel enorme que invita al silencio, pero sin Claudia a la vista no había por qué temer. Se levantó del banco, dejando la marca de sus glúteos, y se encaminó hacia la biblioteca. Caminaba lento, esquivando las baldosas rectangulares y pisando, únicamente, las cuadradas. Otra de sus manías y quizá la más especial: le recordaba a su infancia. Antes de adentrarse en un mundo lleno de libros, decidió dar la vuelta y comprobar si ya había llegado su cita. Y no, como era de esperar... Entró, resignada, a la biblioteca y se sentó en una de las mesas junto a la cristalera para estar pendiente del exterior. Y, solo a través del silencio de ese lugar, se permitió observar. Observar cómo la lluvia cubría cada espacio seco de la facultad y cómo solo las copas de los árboles impedían su paso. Observaba y respiraba como si pudiese disfrutar del olor a lluvia. Ese pequeño placer que nunca deja de serlo. Y veía a algunos estudiantes pasar, muchos llenos de tanta prisa que hasta ella misma se llegó a abrumar. Y podía sentir la música de quien...
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Todos los sitios en los que coincidimos
RomanceSamantha, una joven amante de la escritura y la poesía, pelea a diario por sobrevivir en un mundo caótico, lejos de su familia. El extravío de su agenda, donde tiene plasmados todos sus escritos, hará que su camino se cruce con el de alguien más. ¿S...