Se sentía tan pequeña... Conocía a la perfección el itinerario que trazaba el ave desde Barcelona a Madrid, y viceversa. Sin embargo, a pesar de tener memorizado cada uno de aquellos tramos a cientos de kilómetros por hora, el tumulto de personas que siempre transitaba por la estación de manera desbocada y frenética nunca llegaba a agradarle. No se acostumbraba a ese caos, y eso que ella por dentro estaba mucho peor. Y eso que el desastre en ella era un hábito... pero era imposible habituarse a un lugar repleto de estrés y ansiedad por muchas veces que lo pisara.
Había pasado dos días completamente vertiginosos en Barcelona, pero junto a su madre. Tampoco se acostumbraba a la frialdad del hospital, pero tuvo que hacer de tripas corazón y aguantar la compostura por ella. Pasó una noche allí, entre máquinas, medicamentos y ruidos que no sabía siquiera de dónde procedían. El silencio entre esas paredes se convertía en una utopía.
A su madre le tuvieron que poner un catéter en la barriga para poder darse la diálisis desde casa, ya que era lo más cómodo para ella de cara a un futuro, evitando, así, trasladarse al hospital tres veces por semana. Había sido una intervención sencilla y solo estuvo una noche ingresada bajo observación, por si mostraba algún síntoma de rechazo y para evitar infecciones. Por suerte, todo había salido genial y ambas pudieron pasar un día juntas fuera de la clínica antes de que la catalana volviera a la capital.
Samantha tampoco se acostumbraba a esa máquina, a la que realizaba el trabajo que los riñones de su madre se habían negado a hacer. No era fácil mirar a ese aparato y aceptar que se había convertido en una extremidad más en ella, y que sin él no podría vivir. Todo había salido genial, sí, pero aquello no era más que el comienzo de un deterioro que cada vez iba a ser más notorio. Su madre se apagaba, despacio, muy lento, pero cada día una luz en ella se fundía. Y dolía, joder que si dolía... La persona que más amaba se iba tornando más débil y nadie podía hacer nada para evitarlo. Ni siquiera ella.
Esos dos días miraba a su madre y veía a la de Flavio, aun sin haberla conocido, sin saber cómo eran siquiera sus facciones... pero la imaginaba. Intentaba hacer memoria y recordar la foto que vio de ella hacía un tiempo, intentaba ponerle cara, pero era imposible. Le había impresionado su belleza, esa elegancia que, sin duda, el murciano había heredado de ella. A través de una simple foto había percibido su gran inteligencia, era una mujer que desprendía sabiduría e imponía solo con verla. Y cada vez que se detenía a observar el rostro pálido de su madre, su imagen desteñida le nublaba la mente.
Y, cuando se miraba a sí misma, veía reflejados los miedos del pianista, esa sensación de desolación que le amenazaba si pensaba en la ausencia irremediable de su madre. Sentía lo que ese chico había sentido todo ese tiempo en silencio, un dolor desgarrador que nada ni nadie podría aliviar. Que su mirada se topara con la de su madre suponía enfrentar de cara cada uno de sus mayores miedos, y temblaba de manera disimulada para que ella no se percatara. Pero, además de esos temores que no dejaban de atormentarla, esos días en su ciudad natal, también se juró algo: dejar de lamentarse por lo inevitable y aprovechar cada instante con ella porque tenía una máquina conectada a su barriga, sí, pero la tenía... Su madre estaba viva.
Y a cada rato recordaba otro de sus juramentos, el que había hecho con Flavio.
Que me sostengas... Y él la estaba sosteniendo, a pesar de los más de seiscientos kilómetros que los separaban esos días.
Flavio solía ser muy puntual, era algo que venía adscrito en su ADN. Era de esas personas que preferían esperar una eternidad antes que hacer esperar a los demás, y se agradecía. Nada extraño en alguien tan formal como él, en realidad. Sin embargo, esa tarde, parecía que la puntualidad la había dejado de lado por primera vez en el tiempo que lo conocía. Samantha llevaba media hora esperando por él en la estación, mirando a todas partes, intentando no suponer un obstáculo para quienes cruzaban por esos pasillos con caras de rapidez y ansias. No había ni rastro del pianista y, como era de esperar, no contestaba ni una de las llamadas que Samantha, a punto del colapso, le había hecho. A la chica no le desesperaba esperar en sí, le angustiaba el hecho de saber que Flavio prefería amputarse una pierna antes de llegar tarde a un lugar y que, aun así, el tío no aparecía por ahí.
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Todos los sitios en los que coincidimos
RomanceSamantha, una joven amante de la escritura y la poesía, pelea a diario por sobrevivir en un mundo caótico, lejos de su familia. El extravío de su agenda, donde tiene plasmados todos sus escritos, hará que su camino se cruce con el de alguien más. ¿S...