Capítulo 16: Quiero que quieras quedarte.

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Quedaban menos de veinticuatro horas para el concierto en A Coruña. Y hacía veinticuatro horas las cosas eran muy diferentes. En cuestión de un día, todo se podía ir a la mierda: todo se había desplomado ante sus ojos y poco pudo hacer para prevenir tal derrumbe y salvarse entre los escombros. Miraba por la ventanilla del tren y pensaba en la capacidad de las personas para llegar a no sentir nada cuando sucedía de todo, porque en ella no brillaba ni una mínima luz, pero llegaba a acostumbrarse a esa oscuridad. Era inexplicable, pero ocurría. 

Divisaba el paisaje que dejaba atrás a 300km por hora, lo divisaba sin ser consciente, viendo cómo se sucedían imágenes borrosas a una velocidad imperceptible que llegaba, incluso, a marearla... y el vaho en el cristal de ese transporte agudizaba el trance tan dramático por el que pasaba la catalana. Llovía, por fuera y en su interior. El frío calaba cada hueso de su esqueleto y a través de su sistema nervioso podía sentir cómo las chispas saltaban y se esquivaban entre ellas, electricidad que la mantenía despierta. Y su cerebro la castigaba, la martirizaba tanto que los latidos de su corazón iban más rápidos que ese tren a través de las vías, resbaladizas por culpa del intenso aguacero. No había puesto ni música, los ronquidos del señor que estaba sentado a su derecha le ponían la banda sonora a ese viaje de retorno. Una vuelta típica de La Odisea de Homero, aunque ella esperaba no demorar diez años en llegar a Barcelona, pero, por lo demás, su historia se asemejaba mucho a esa agitada aventura. En unas horas, pisaría su casa y, en esos momentos, no existía nada que le produjera más tristeza. A veces lo que deseas tanto, tanto, la vida te lo da, pero a modo de venganza, como si te estuviera castigando por haber sido tan pesada con el tema... yo qué sé, la vida es muy cabrona a veces, esas palabras de Maialen retumbaban en su cabeza, entremezclándose con los gruñidos de ese hombre dormido que la acompañaba durante el trayecto. Es que la estampa no podía ser más desoladora...

En medio de esa agonía que se apropiaba de ella, la imagen de Flavio sorteando las olas en la playa de Caión se acopló en su campo visual. Lo estaba viendo reír, perfectamente, por las bromas sin sentido de Bruno, lo estaba viendo sumergirse en ese mar enfurecido que golpeaba con fuerza en su cuerpo tan bien mesurado... Lo veía lanzándole algas al uruguayo y, retrocediendo unas horas más en el tiempo, lo podía ver jugando con las teclas del piano, tratando de sacar acordes con los que sentirse satisfecho. Lo podía apreciar con nitidez, sin ser real. Porque lo que se dibujaba ante sus ojos era ese escenario sobrecogedor en el tren, aquel señor con la boca abierta ofreciendo un concierto gratuito a base de ronquidos, a la joven que tenía delante, que no paraba de estirarse hacia atrás, reduciendo aún más el espacio de la catalana en su asiento, al niño de unos cuatro años que comenzaba a llorar por vete a saber tú qué absurdez... y deseó volver a ser niña, volver a llorar por salirse de la raya al colorear y no porque su madre estuviese en el hospital. Entendió lo jodido que es ser adulta, lo jodido que es pillarse de alguien y lo jodido que son los viajes de vuelta tras un concierto, con la diferencia de que esta vez, no había podido ni disfrutar del concierto. Y suspiró, como si de esa forma sus nervios pudieran disiparse.

Interrumpiendo esos nostálgicos recuerdos, una llamada la obligaba a aterrizar de sus pensamientos. Sí, era el momento que tanto había estado postergando. Tenía varios mensajes pendientes del murciano a los que ella no había querido contestar por el momento, ya que estaba tratando de asimilar todo lo que había ocurrido. Descolgó, entonces, el teléfono antes de que el señor se desvelara por el sonido de la llamada porque, por primera vez, tenía el móvil con sonido.

-Samantha, por fin contestas, por Dioh -oyó al otro lado del teléfono. -¿Dónde estás? ¿Cómo estás? ¿Por qué no me esperaste? ¿Cómo se te ocurre irte sola? Te hubiese acompañado...

El joven emitía una voz tan acelerada que la chica, por un momento, dudó si de verdad se trataba del pianista, porque no lo parecía. Habló tan rápido que a la joven le costó distinguir qué era lo que le estaba preguntando exactamente.

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