Capítulo 18: Eres mi debilidad.

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¿Hostias? Hostias las que le iba a dar ella en cuanto lo tuviera delante, que al parecer era cuestión de segundos. Con las manos temblando y haciendo malabares para que no se cayera ninguno de los dos aparatos, sosteniéndolos con algunas partes de su cuerpo que desconocía cómo se llamaban, pulsó el botón para que aquel simpático repartidor de hostias subiera hasta su casa. Gracias a todos los dioses, se había duchado hacía menos de una hora y olía que daba gusto. Aún así, fue colgar ambos teléfonos y salir disparada hacia el baño para mirarse en el espejo y acomodarse el pelo, de manera que no pareciera una leona que se acababa de pelear a base de patatas con una cebra. Que era lo que aparentaba, siendo honesta. Suspiró. Se veía reflejada, procurando estar lo más decente posible antes de presentarse ante el murciano, y se dio rabia. Tener la necesidad de estar perfecta por un tío era demasiado lamentable, así que, como un acto de rebeldía hacia sí misma o hacia la sociedad, ya no sabía ni por quién lo hacía, se soltó el cabello y comenzó a despeinarse desesperadamente. Quiero ser una puta leona, joder. Perfectamente imperfecta.

Y sonó el timbre. Lo hizo de una manera tan sutil que si la catalana no hubiera sabido desde entonces que se trataba de él, lo hubiera descubierto solo por ese chirrido tan delicado. Con los pelos alocados y unas ganas inmensas de abrazar a aquel ser que la tenía temblando como un flan, se dispuso a abrir la puerta. No quiso, siquiera, mirar por la mirilla, abrió de golpe y se encontró con Flavio, junto a una enorme maleta y saludando a la vecina de enfrente, que salía de su casa.

-Bon dia! -exclamó el murciano mientras la vecina, Clara, sacaba a pasear a su caniche de color canelo.

-¡Samantha, cariño! ¡Cuánto tiempo! -la señora se acercó a ella y le plantó dos intensos besos en los cachetes. -Ya me parecía extraño ver a este chico por aquí... -reveló mientras observaba cómo Flavio acariciaba al perro, que se restregaba eufórico entre sus pies.

Clara era la típica vecina quisquillosa que se quejaba del volumen de la música a las seis de la tarde y a la que le molestaba el ruido de la aspiradora a cualquier hora del día. Pero, además, era la vecina que se encargaba de propagar todos los chismes por el barrio y, en cuanto se cruzara a sus padres, les iría a preguntar por el joven, la catalana tenía total convicción de ello.

-Un gusto verte, Clara -le dijo con un tono de voz un tanto hipócrita.

-¡Hasta luego, señora! Un placer -agregó el pianista, a pesar de que el placer únicamente había sido haber saludado a ese pequeño y peludo can.

A la señora se la tragó el ascensor y el murciano, de inmediato, se colocó enfrente de Samantha, moviendo las cejas incesantemente e indicándole que tenía algo ¿en el pelo? ¿en la cabeza?

-¿Qué? -inquirió, tocándose toda la parte superior de su rostro.

-Que no sabía cuál de los dos era el caniche, si tú o el pobre perro...

Ella se imaginaba como una auténtica leona, la reina de la selva, imponente y altiva. Se percibía fuerte, como una felina que hacía temblar y vibrar a cualquier animalucho que se interpusiera ante sus pasos agigantados. Y ese imbécil la acababa de comparar con un puto caniche...

-¿Pero de qué vas, chaval? Mira, Flavio, que yo puedo cerrar la puerta y dejarte desamparado por las calles de Barcelona -le advirtió, pero el chico se aproximó carcajeándose hacia ella y escondió la cara en su cuello, tan bien perfumado. La abrazó y la comparación con el caniche se le olvidó. Se limitó a rodear con sus brazos la cintura del joven, apretando su cuerpo contra sí, provocando que los centímetros que los separaban se volvieran inexistentes. No era un sueño, ese idiota había atravesado la Península de punta a punta simplemente para verla. Cogió la cara del chico, presionando suavemente sus mofletes, y fue directa hacia su boca, como si sus labios desembocaran en un magnetismo bestial, como si ser tan opuestos ocasionara que se atrajeran ipso facto. Separaron sus bocas y sonrieron.

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