Capítulo 15: A menos cero.

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Esto es para las olvidadas, para los olvidados.

Para quien le escriba poemas al viento, pero sueña con que el viento le escriba poemas algún día.

Para las que esperan, para las que se mueren de miedo cuando la soledad asoma, se anudan las entrañas y tiembla el alma...

La voz dulce y angelical de la navarra fue lo último que recordaba antes de caer rendida, vencida por el sueño. La manera en la que recitaba y las caricias del pianista en su mano, entrelazada junto a la suya, provocaron que perdiera la conciencia, aun sin desearlo. Había sido un viaje largo, pero ameno, si se tiene en cuenta que las dos últimas horas las pasó soñando una cantidad de disparates que seguramente le ocasionaron espasmos sobre el pecho del murciano. Su voz ronca, igual de grave que cuando está recién despertado y le envía audios de buenos días, la hacía aterrizar de aquello que la tenía en un continuo sobresalto. Habían llegado. Al final, fue Flavio quien apenas pudo descansar durante el trayecto, el movimiento de la catalana sobre sí lo tuvo sin poder pegar un ojo. He soñado cosas feas, raras, oscuras, monstruos o qué sé yo qué eran... trató de justificarse la chica.

El reloj en la muñeca del joven indicaba poco más de las dos y media de la madrugada. A Coruña estaba sumida en una penetrante oscuridad, daba miedo, y Samantha lo interpretó como una señal. Ella, que siempre pensaba que todo tenía un porqué, no podía intuirlo de otra manera. Ese cielo enfurecido lo sintió como una metáfora de lo que venía por delante, que, sin duda alguna, asustaba. Samantha, al menos, estaba acojonada.

El murciano arrastraba la maleta con sosiego y algo de cansancio, como si ese bulto le estorbara entre sus delicadas manos. El sendero por el que caminaban estaba lleno de pedruscos y malas hierbas que se interponían ante su paso y, en más de una ocasión, los chicos se apoyaron en el otro para evitar besar el suelo gallego. No sería un buen presagio, desde luego. No se escuchaba ni un susurro, la manada liderada por la Chica Sobresalto ya no emitía ni un sonido, parecían otros. Las horas pesaban sobre ellos y, a esas alturas, la catalana lo agradecía, la verdad. Los gritos de Hugo, el intento de percusión de Bruno con cualquier parte del cuerpo u objeto que estuviera a su alcance, los diminutivos de Maialen a todo volumen, los instrumentos desafinados... ya necesitaba calma. La misma tranquilidad que le regalaba esa estancia. Se habían alojado en una casa rural, el equipo de Maialen la alquiló por un par de días, ya que tenía un estudio de grabación y lo utilizarían para grabar los temas que surgieran en las sesiones de composición que había programadas. El murciano iba a participar en alguna de ellas, hecho que lo tenía repleto de emoción. Una de las habitaciones más pequeñas, justo la única que estaba exenta a la casa, al lado de la piscina, se le asignó a la pareja. Nada más entrar, Flavio soltó las maletas y se tiró de cabeza sobre el chirriante y vetusto colchón, de esos en los que te das la vuelta y el vecino del quinto se entera. Samantha hizo lo mismo que él y se tumbó a su vera. Los dos suspiraron al unísono y en ese aire exhalado, que se unía en la cálida atmósfera de la habitación, se dijeron mucho.

-Todo va a salir bien -pronunció el chico, como si la que estuviera a punto del colapso por cantar delante de miles de personas fuera ella.

-El que va a cantar eres tú, ¿eh? -le recordó.

-Ya, pero sé que no estás bien.

Y había dado en la diana. La catalana era demasiado expresiva, más de lo que le gustaría, y, aunque ella pensara que ocultaba muy bien su nerviosismo, se equivocaba. Ella era la que tenía que animarlo a él, la que debía disponer de un sinfín de palabras de aliento que lo llenaran de buenas vibras, palabras que brillaban por su ausencia.

-Sí que estoy bien, pero es un poco raro todo, ¿sabes? Que yo debería estar durmiendo para madrugar e ir a la universidad mañana y estoy aquí, en Galicia...

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