Capítulo 9: ¿Casualidad? No lo creo.

1.2K 68 3
                                    

Era jueves, la luz matinal se colaba por las ranuras de la ventana junto a un aire frío, que refrescaba cada rincón de la estancia. Lo agradecía. Por suerte, hoy no tenía clase, así que pudo disfrutar un rato más de su cama, de no despegarse de la cara ese edredón acolchado que tanto le gustaba. Habían sido unos días bastante estresantes en la universidad y apenas había tenido tiempo de ocio, de sentarse un rato consigo misma y disfrutar de la soledad, de escuchar a sus voces internas, como lo estaba haciendo ahora, mientras revolvía el café en una de las esquinas de la cocina. Sin embargo, por las noches, Samantha había vuelto a encontrar esa inspiración que tanto añoraba, y no era casualidad que apareciera justo después de pasar aquella noche con Flavio. El joven tenía mucho que ver en sus letras, aunque no le gustara admitirlo. Aprovechó que estaba inspirada y abrió su agenda, encontrándose con lo último que había escrito: "Alejando mis antorchas de tu fuego". Era simple, pero decía mucho de lo que llevaba por dentro desde aquella madrugada. Y como le fascinaba esa frase, incitada por los miedos que vagaban en su cabeza, decidió compartirla en sus stories junto a una foto de la taza de café que se estaba tomando. Para su sorpresa, Flavio no tardó en reaccionar al verla, y le envió un emoticono de una llama de fuego.

Gilipollas, que va por ti, esmérate. Y, claro, qué le iba a responder el chico si la frase no invitaba a mucho más. Si prácticamente le estaba diciendo que quería huir de él, que era un puto error. Y cuando no esperaba recibir nada más del joven, su móvil le notificó un nuevo mensaje.

"A veces, vale la pena quemarse".

Y la chica, atónita, no tardó en contestarle. Él era muy astuto, había aprendido a encenderle la mecha solo con unas pocas palabras y ella, que se prendía muy rápido, no podía evitar caer en sus provocaciones.

-Tú ni siquiera eres fuego para poder quemarme...

-No decías lo mismo el otro día.

-Qué básico eres, colega.

-Boniqueta, no te enfades.

-No me enfado, gilipollas.

Ojalá pudiera ahorrarse los insultos que utilizaba como coletilla al final de las frases, pero le resultaba imposible. Si le importaba alguien, lo insultaba, así, de manera innata, casi programada por su cerebro, sin siquiera poder procesarlo. Ella era así de vulgar, quizá.

-Qué simpática eres, como siempre.

-Habla el que no saluda nunca.

-Pero luego te toco el piano.

Y lo que no es el piano... Pero se calló, a veces hacía bien en no expresar todo lo que pasaba por su mente. A veces, era mejor tragarse su impulsividad junto al puñado de palabras que le atoraban la garganta, y más aún cuando la otra persona era tan opuesto a ella. Como no sabía qué responder sin seguir sonando vulgar o borde, prefirió el silencio. Ni un emoticono, ni una risa comodín, nada... Un vistazo de los que a veces duelen, pero que a él no le dolería.

Esos días habían sido un auténtico caos, un ajetreo asfixiante que convertía al casi metro setenta de Samantha en un cuerpo malhumorado y con pocas ganas de querer poner buena cara al mundo. Había sido agobiante. Y en ese agobio, también entraba Flavio. El domingo por la mañana salió de su casa, antes de que él se despertara y se ofreciera a llevarla a su piso. Se levantó con cuidado de la cama y lo dejó ahí, durmiendo como un angelito, como si no hubiese roto ni un plato en su vida. Y seguro que había roto la vajilla al completo... Pero verlo dormir era como poner audios de lluvia por la madrugada, relajante, conciliador... todo él era muy zen. Ante ese semblante y esa postura de bebé en la barriga de su madre, Samantha no pudo resistirse y le tomó una foto, que luego se convirtió en un sticker de WhatsApp y, por consiguiente, en un auténtico meme. Flavio dormía con los brazos cruzados sobre el pecho y la chica decidió apodarle ultratumba. Un apodo nada simpático para él y que ella utilizaba a modo de burla, para molestarlo de vez en cuando. Le gustaba enfadarlo, a veces, hasta que él le decía "¡SamanTHA!", y sabía que ya había agotado su paciencia, que, siendo honesta, era equiparable a la inmensidad del mar.

Todos los sitios en los que coincidimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora