Capítulo 11: Pretextos infantiles.

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Dos semanas. Dos semanas habían pasado desde que dejó a Flavio fuera del bar después de fumarse el cigarro más amargo de su vida. Dos semanas sin dejar de oír "Exile", que se había convertido en la banda sonora de aquellos días. Dos semanas sin dejar de pensar si había hecho bien o mal, si su decisión de alejarse del murciano era algo precipitada o, por el contrario, una forma de prevenir un sufrimiento innecesario. En definitiva, dos semanas sin dejar de torturarse. 

Aquel "estás guapísima" fue lo último que escuchó de los labios del pianista porque el chico no volvió a entrar al local. Bueno, si lo hizo, la catalana no lo vio por ningún lado. Aquella imagen de él, cabizbajo y pensativo como si tuviera tanto por decir pero prefiriera un cómodo silencio, fue lo último que su memoria fotográfica procesó sobre él. La culpabilidad por haberle amargado su debut la carcomía por dentro, no lo podía evitar. A ver, quizá hubiese sido mejor que se lo dijeras en otra ocasión. Era su noche, Sam, le llegó a decir Claudia y, claro, la chica se sentía como una auténtica mierda. Durante esas semanas, había perdido la cuenta de las veces que, con el móvil entre sus manos, había intentado hablar con él para disculparse por esa actitud tan egoísta. Pero si lo hacía, era como retroceder todas las casillas, como volver al inicio y hacer como si no hubiera pasado nada entre ellos. Y lo que Samantha más anhelaba era parar lo que habían iniciando, porque sabía cómo terminaría. ¿Y cómo terminaría? Pues como con Aitor, mal. Tu problema es que piensas que con todos los chicos te va a pasar lo mismo que con Aitor, y no es así. Y la catalana se quedó sin argumentos para rebatir porque siempre que hablaba con Claudia le decía verdades tan colosales como una catedral. 

La realidad es que le había perdido el rastro. Ni una foto en Instagram, ni una storie, ni una simple conversación por WhatsApp. Nada. Se habían perdido el rastro. 

Es por eso que, cuando Samantha pulsó el botón del tercer piso en aquel telefonillo, los dedos no le paraban de sudar. Se frotaba las manos contra su pantalón a modo de enmienda mientras esperaba una respuesta del otro lado. Primer toque, segundo, tercero, cuarto, quinto… Dejó de contar, pero no tardaron en disiparse en el tiempo. No hubo una respuesta, y era extraño. Si algo tenía ese edificio tan mal ubicado era que no hacía falta acceder a la urbanización para ver las ventanas de las viviendas desde afuera. Y la del joven estaba abierta, incluso, permanecía encendida a pesar de ser solo las cinco de la tarde. El coche de Flavio también estaba aparcado dos calles más abajo, así que Samantha decidió insistir una vez más. Sabía, además, que hoy no iría a trabajar porque se lo había comunicado a Claudia, así que el chico debía estar ahí dentro. Volvió a tocar en el telefonillo y, por un instante, pensó que quizá ese aparato tenía una cámara y que el murciano la podría estar viendo desde el pequeño plasma de su casa. Se arregló el cabello, por las dudas, y trató de desviar la mirada para que pareciera que estaba despistada, esa era de sus mejores caras. Perdió la cuenta de los toques y volvieron a desaparecer. Se lamentó de ese otro inútil intento y pensó en enviarle un WhatsApp para avisarle, por si no la había visto ya, de que estaba en el portal de su casa y quería verlo. Suspiró y volvió a tocar, por eso que dicen de que a la tercera va la vencida, pero en este caso no fue así, como la mayoría de veces que se había repetido esa frase a sí misma. Los nervios la estaban matando por dentro y decidió retirarse unos pasos de ese portal para pensar con claridad lo que hacer. Quizá el chico la estaba viendo y no quería recibirla. Tal vez estaba resentido, con toda la razón del mundo, y ella solo lo estaba molestando tocando de esa manera tan insistente en su casa. Había tantas posibilidades, y ninguna positiva… Después de unos segundos en Babia, cogió el móvil, entró en la aplicación verde y comenzó a planear qué le podría decir al joven. Pensó que el sticker cual ultratumba le venía de perlas en esos momentos, pero el horno no estaba para bollos, así que se quedó en una mera y divertida idea vagando por su cabeza. Se rio. Hacía tiempo que no lo veía y, por un instante, se perdió en esa calma que el pianista desprendía, incluso, a través de un simple sticker. Aterrizó y se animó a teclear un mensaje y, después, a borrarlo, y luego a volver a teclear, y, después, a volver a borrar... Y entre la indecisión, los nervios y el sentimiento de culpabilidad que arrastraba desde hacía ya dos semanas, la sorprendió una voz de repente.

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