Capítulo 31: Yo he nacido para quererte.

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Asfixiante y cruel, así se había vuelto el tiempo con ella. Y él siempre estuvo para contenerla, como una vez le prometió. Aquello que llaman ley de vida, por mucho que tenga que suceder, no deja de doler. Con los golpes, una se vuelve más fuerte, pero nunca lo hace en el acto. Se necesita de un largo proceso para entender y comprender esas hostias que la vida te tiene que dar porque sí, porque forman parte del ciclo que cumplimos desde que salimos del interior de nuestra madre. Naces, creces, te reproduces y mueres, como recogen los libros de biología. Luego, a algunos ni siquiera les da tiempo de crecer, y otros se saltan lo de reproducirse, pero si algo tenemos claro desde que pisamos este mundo es la muerte. Y que sea algo irremediable no provoca que una se convierta en inmune al dolor que conlleva sufrir una pérdida. Sí, sabía que su madre iba a morir, pero cuando sucedió le quemó el alma, y aún sentía que nada era capaz de sofocar el incendio.

Flavio no se movió de su lado. Recordaba con ciertas lagunas esos días, pero uno de los momentos que se clavaron en su mente para siempre tuvo lugar en el tanatorio. Ella estaba anestesiada por la pena, sentada en uno de los sofás al lado del cuarto donde estaba el ataúd de su madre, contemplaba el paso de cientos de personas que no había visto en su vida, de cientos de rostros que la miraban con lástima y le daban el pésame. Y ella ni gesticulaba, lo veía y oía todo distorsionado. Flavio se encontraba a su lado sin soltar su mano e interactuando con los que se acercaban a ella para decirle de qué conocían a su madre, que si eran amigas desde el colegio, que si era su vecina durante los seis años que estuvo viviendo en Badalona, que si era hijo de la hermana de una prima lejana e, incluso, un ex novio se presentó ante ella como tal. Samantha era incapaz de reaccionar, así que Flavio asumió la tediosa tarea de recibir y espantar a esas personas que la inquietaban, aunque sin intención.

Que velar a su madre se convirtiera en un compromiso social en el que dar la bienvenida y agradecer a quienes se acercaban para despedirse de ella le parecía una crueldad descomunal que se negaba a asumir. Y menos mal que estuvo él para ayudarla...

Lo único que percibía era lo único que quería sentir: el roce de la mano del murciano sosteniendo la suya. Él se limitaba a acariciar con el pulgar su dorso, simulando la forma de un corazón. Una y otra vez. Dibujaba uno y empezaba otro, con mucha suavidad y sosiego. Y lo hacía inconscientemente, sin percatarse de la causalidad que sus dedos plasmaban en la piel de la chica.

-¿Lo estás haciendo adrede? -le susurró, con la voz algo ronca después de varias horas sin articular palabra.

-¿El qué? -regañó el rostro, sin dejar de mover el pulgar.

-Nada -sonrió sutilmente y volvió a fijar la mirada en el suelo.

-¿Te traigo un café?

Negó con la cabeza y supo que ese instante no lo iba a olvidar jamás.

Si echaba la vista atrás, llegaba a la conclusión de que el joven siempre había estado junto a ella, de que, de alguna manera, su mano siempre había estado acariciando la suya, aunque solo fuera por mera inercia. En las buenas, en las malas y en las peores. En el tanatorio aquel día del pasado verano, en la ceremonia de su graduación, al salir de la reunión con la editorial, en los días de playa, cuando granizaba o cuando un temporal de nieve azotó la ciudad sin piedad. Había estado siempre y no porque considerara que ella era una persona muy débil y que dependía de su presencia, sino porque la quería... Y cuando hay amor, uno siempre va a querer aliviar el dolor, y celebrar los progresos, y unirse a la borrachera, y secar las lágrimas... Lo hacía sin ningún pesar, y lo seguía haciendo, solo porque la quería. Y viceversa, porque ella lo quería cada día un poco más, aunque lo creyera imposible.

No todo había sido perfecto, porque cuando hay amor y, sobre todo, convivencia, las discusiones también vienen solas, sin pedir permiso o tocar en la puerta. Y aquella mañana, la de uno de los días más importantes de su vida, lo que menos necesitaba era pelear con su novio. Estaba sobre la cama, con las legañas aún incrustadas en los ojos y los pelos alocados, tratando de lidiar con el ajetreo continuo que el chico estaba armando en el salón. Miró el reloj, eran solo las nueve de la mañana.

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