Capítulo 20: Dime cómo resolvemos esto.

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Escribía. Borraba. Escribía. Volvía a borrar...

La silla más incómoda que había en el Ikea de casi veinte amplias plantas en el que habían comprado el escritorio, esa, la más insoportable del lugar, Claudia y ella se la habían llevado a casa. Samantha se acomodaba, a duras penas, en ese firme inmueble y trataba de mantener la mente en blanco, sin distracciones de por medio. El trabajo de fin de grado no se iba a hacer solo y, aunque la chica hacía el esfuerzo para que brotaran de sí las palabras adecuadas, no había manera de que aquello tomara un buen rumbo. En lugar de un proyecto para concluir esos cinco largos años de carrera, parecía un trabajito de recopilación de artículos de Wikipedia, de esos que solía entregar en secundaria. Aquello daba vergüenza, así que se limitaba a hacer desaparecer cualquier mínima idea en forma de palabras que su cerebro le ordenaba. No pretendía culpar a su mejor amiga de su improductividad delante de la pantalla del ordenador, pero quizá "Malamente" a todo volumen tampoco la ayudaba. La música a punto de reventar sus tímpanos, los gritos desafinados de Claudia, el taladro ensordecedor del vecino y... suspiró... la lucecita azul de la pantalla de su móvil, que le indicaba que había recibido un WhatsApp... Nada de lo mencionado le echaba una mano para tratar de sacar adelante aquella investigación en la que se debía dejar el alma. De aquel documento solo obtenía algo en claro, el título: la etología y el bienestar animal. Estudiar el comportamiento de los animales en libertad, en su hábitat natural, de eso se iba a encargar en las venideras páginas de ese pobre y vacío Word. ¿Cómo? No lo sabía.

La luz azul de su móvil seguía inquietándola, obligándola a apartar la vista del ordenador y a cambiar el teclado del portátil por el del teléfono. Una imagen y un mensaje del murciano le hacían clicar en el emoticono verde del Whatsapp. Al comprobar el contenido de la fotografía, el buche de agua que se acumulaba en su boca salía disparado hacia la pantalla del portátil y los cientos de folios que recopilaba en el desastre de escritorio que tenía ante sus ojos.

Mierda, Flavio.

Antes de responder a aquel ataque burlesco hacia su parte, cogió un paño que tenía a su alcance y secó las gotas que se escurrían por el ordenador. Un auténtico desastre, vaya. En la fotografía que le había compartido el pianista se podía observar a un gran grupo de flamencos sobre una laguna. Imagen que acompañó de un mensaje informativo: "Están poniendo un documental de flamencos en la dos, por si quieres verlo, bebé, por ahora no han dicho nada de que el más rosado es el que más folla, pero confiaré en tu palabra de futura veterinaria". Qué responder ante eso. La catalana se limitó a enviar un selfie de su cara de amargura por tener que redactar ese inmenso trabajo y, además, por perderse aquel documental tan interesante. Oh, estás guapísima con gafas, preciosa, respondió enseguida el murciano. Mientras la chica se derretía cuando Flavio se quitaba sus gafas, al joven le ocurría todo lo contrario con ella, se moría de amor cada vez que Samantha se colocaba sus doradas y elegantes gafas, que solía ser en muy pocas ocasiones, entre ellas, para estudiar. La chica sonrió después de ese pequeño halago y, de pronto, la bombilla se le iluminó: se iba a encargar de analizar el comportamiento de los flamencos a lo largo de su trabajo de fin de grado. Gracias, bebé, me acabas de dar una idea brillante, envió, mientras eliminaba el te quiero que no había tenido el valor de mandar. Nunca se habían dicho te quiero, y era raro, pero entendible. Ella, al menos, se moría de vergüenza al pronunciarlo y la verdad es que todavía no era el momento adecuado.

Trah, trah, malamente...

Cogió el mando de la tele y sintonizó el canal dos, porque el documental de flamencos, ahora más que nunca, no se lo podía perder. Se sentó en el sofá con una libreta para apuntar cualquier dato que le resultase de interés, y Claudia apareció por el salón con una sonrisa envidiable. Estaba espléndida, se había puesto el vestido ajustado que tanto le gustaba, una chaqueta negra de cuero sintético, unos aros de oro y el pelo suelto, recién planchado. Y, el maquillaje, un diez, en los años que las chicas llevaban de amistad nunca le había salido el eyeliner tan bien. Claudia se plantó enfrente del televisor, con las manos en la cintura, esperando una reacción por parte de la catalana.

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