Capítulo 27: Sí, quiero.

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Había tantísimas cosas por hacer en Murcia: ir a casa del padre de Flavio, visitar la catedral, el mercado de la ciudad, alguna de las playas alrededor de La Manga, el famoso balneario de Archena... Se podía hacer mucho más de lo que Samantha había imaginado al tratarse de una provincia como Murcia.

-¿Qué es una provincia como Murcia? -inquirió el muchacho, frunciendo el ceño y sin entender por qué la joven siempre se burlaba de su lugar de origen. Qué tenía Murcia que todo el mundo la olvidaba en el mapa...

-Estás a tiempo de hacerme cambiar de opinión -se rio, limpiándose la boca con una servilleta y desabrochándose el botón del pantalón. La comida basura siempre la dejaba a punto de reventar y la única manera de aliviarse era desprendiéndose de la ropa que se ceñía a su figura.

-¿Pero por qué piensas que Murcia es la nada? -preguntó mientras Bea regresaba de la cocina con un par de vasos de agua.

-¿Ya se está metiendo con Murcia, no? -intervino la chica, dejando los recipientes sobre la mesa, que se encontraba repleta de cajas de papel y cartón que les habían servido como platos antes de que engulleran esa comida grasienta y poco saludable.

-No me estoy burlando, ¿eh? A este chaval le gusta ponerme en un aprieto... -volvió a reírse, esta vez, un poco más nerviosa por la presencia de Bea.

-A ver, Flavio, es verdad que si Murcia no existiese, tampoco pasaría nada -agregó la hermana mayor, apoyando, de alguna manera, la visión de Samantha.

-Exacto -musitó la catalana. -Ahí quería llegar yo.

El pianista clavó una mirada cargada de decepción y dolor en Bea y se cruzó de brazos, como un niño pequeño que se enfada cuando le llevan la contraria. No solo parecía un niño por su actitud infantil, también por su aspecto, por esa cara risueña y jovial a partes iguales, por la sudadera de Los Simpson que la catalana le había regalado y que no había tardado en estrenar, y por la ausencia de la escasa barba que a veces cubría su barbilla y su surco nasolabial.

-¿Y tú eres murciana? -inquirió, algo molesto, señalando a su hermana con el dedo índice.

-Sí -asintió. -Orgullosamente murciana.

A veces, Samantha entendía "marciana" en lugar de "murciana", y le entraba la risa floja. Esa era una de esas veces...

-Cualquiera diría lo contrario... -espetó, sin entender del todo el punto de vista de Bea, que después de estudiar varios años en Polonia, parecía olvidar cuál era su origen... -¡Y tú deja de reírte! -exclamó, lanzándole una servilleta usada a la catalana, que no paraba de reírse por culpa de su torpeza auditiva.

Había tantísimas cosas por hacer en Murcia que la primera tarde de la chica en la ciudad, la pareja la destinó a hacer una plácida y profunda siesta. Podría parecer algo exagerado y descabellado, pero lo que más extrañaba Samantha cuando estaban separados era dormir juntos, que sus cuerpos se acoplaran a las curvaturas del otro y escuchar el ritmo sosegado de los latidos del corazón del joven rebotando contra su firme pecho y llegando, incluso, a golpear en ella. Dormir con Flavio era sinónimo de despertar en paz, aunque sus ronquidos taladraran las paredes de la habitación durante toda la noche. Había extrañado tanto caer rendida por el sueño junto a él que poco le importó el balneario, las playas o el mercado con las mejores verduras y hortalizas del país.

Se acomodaron a duras penas en la cama individual del pianista, después de que Bea saliera de la casa para verse con unas amigas, y a partir de ese instante dejó de percibir cualquier estímulo procedente del exterior. Nada le hizo despertarse, ni el sonido desgarrador del vecino trasladando unos muebles como solía hacer siempre a esa hora del día, ni los gritos de los niños que jugaban en el patio de la urbanización, ni los sutiles maullidos de Rubio, que había vuelto de dar un pequeño paseo por los alrededores del edificio... Nada consiguió desvelarla, excepto la voz susurrada del murciano, que entonaba una canción que la trasladaba hasta aquella fría tarde de octubre. Aún con los ojos cerrados, perezosa por tener que levantarse, supo reconocer esos delicados acordes que brotaban del piano que se ubicaba enfrente de la cama.

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