Capítulo 10: I never learned to read your mind.

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Flavio le besaba la espalda sin contención como si en ello se le fuera la única vida que tenía. Los primeros besos le hacían cosquillas en la nuca, luego pasaron por sus hombros, llegando a impregnar con su saliva cada poro de la zona clavicular, y siguieron el recorrido por la parte de la escápula... Sus labios delimitaban cada pliegue de su piel y no hubo ni un lunar, ni una peca que el pianista no probara. Samantha lo disfrutaba y reprimía, con todas sus fuerzas, los quejidos llenos de placer porque, de lo contrario, cualquier trabajador o cliente de la cafetería se percataría de la escena que habían montado en uno de los baños. Las paredes del aseo también recogían mensajes motivacionales a los que la catalana no le prestaba mucha atención. Miraba hacia la pared y solo leía palabras sueltas sin ninguna conexión o coherencia entre ellas o, quizá, sí las tenían, pero en ese momento la chica era incapaz de relacionarlas. Flavio llegó, con esa sutileza tan propia, a la zona lumbar de la joven y ella decidió que era oportuno darse la vuelta, se posicionó frente a él. El chico, ahora, comenzó a marcar con sus labios la barriga de Samantha, que lo agarró del rostro y, con ese acto, enderezó su cuerpo. Ahora, sus ojos se clavaban en los de Flavio, que gritaban furia y desesperación, y su boca quedaba a la misma altura que la de él, ávida y jadeante como un perro que anhela un poco de sombra. Eran idénticos en estatura, Flavio un poco más alto que ella, pero las plataformas de la chica hacían que se equipararan en centímetros. Y Samantha lo tenía a escasos milímetros de sí, a escasos segundos de devorarlo con ansias, como si nunca lo hubiera hecho antes. Lo agarró con ambas manos por las mejillas y colocó sus labios sobre los de él, permitiendo que bailaran al unísono, mientras escuchaban el barullo de la cafetería y cómo "Love me like you do" retumbaba aún con más intensidad en ese punto del local. Lo separó de sí con rabia, dejando al chico sediento de ella, y lo miró fijamente mientras bajaba sus manos hacia el pantalón del pianista. Las yemas de sus dedos buscaban la cremallera que le prohibía desprenderse de esa prenda con facilidad. Mientras manoseaba la parte delantera del pantalón, los chicos no dejaban de mirarse de una manera tan penetrante que daba vértigo.

Un vértigo tan fuerte que hizo que Samantha se sobresaltara del sillón. Joder. La siesta se le había ido de las manos, nunca mejor dicho, que planeaban hacer otras cosas en su sueño. Miró el reloj y, aún con el sofoco y el desconcierto provocados por las hazañas de su imaginación, calculó el tiempo justo para prepararse e ir al bar a ver la actuación de Flavio. A ver con qué cara miro yo ahora al tío. El sudor le recorría la frente y sentía un calor tan absorbente por su cuerpo que se obligó a sí misma a darse una ducha, a pesar de que antes de quedarse dormida en el sofá se había dado un baño. Abrió la llave del agua caliente y sintió el grito chirriante de Claudia desde afuera. ¿Pero tú no te habías duchado ya, loca? Y le mintió, le dio una de esas excusas tan absurdas que tenía la certeza de que su amiga no le había creído ni una palabra, pero no le importó. Se dio un baño relajante, tratando de acallar sus pervertidos pensamientos, y salió de la bañera, atándose el cabello mojado con una toalla en la cabeza. Mientras acababa con la humedad de su pelo meneando el secador de un lado a otro, su amiga aporreaba la puerta sin piedad ni consideración por los decibelios.

-¡Tía! ¡Que vamos a llegar tarde, sal ya!

-¿Qué hora es? -le preguntó, apagando el ruidoso aparato que hizo que su cuero cabelludo estuviera ardiendo.

-Las y media, tía. En menos de una hora, se supone que empieza a cantar. Te dije que no te echaras la siesta...

Mierda. Tenía el tiempo justo para peinarse decentemente, vestirse y coger el metro. Del maquillaje hoy pasaba, ni rimel ni raya en el ojo... Al natural o se perdería la enigmática voz de Flavio interpretando sus canciones. Así que, con rapidez, metió sus piernas en el pantalón pitillo que estaba agujereado con la mala suerte de que una de ellas acabó saliendo por una de las ranuras del pantalón, quebrándose un poco más. Máquina. Cogió la camiseta de DiCaprio y se la puso, despeinándose un poco y, enseguida, se ató las converse negras, las primeras que vio en la habitación. Iba muy simple, no era lo que tenía pensado ponerse, pero a la mierda... No podía perder ni un segundo más. Y, en quince minutos, las chicas estaban sentadas en el metro, en dirección al bar. Samantha sudaba un poco, por la cantidad de pasajeros que se hacían un hueco en el transporte, y Claudia la miraba con una cara que solo acrecentaba su nerviosismo.

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