Capítulo 1: Una vida algo asentada.

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Capítulo 1: Una vida algo asentada.

Su vida en Madrid era un auténtico caos, como la de cualquier persona que acaba de sacarse el carné de conducir. Madrugar por obligación, los lunes por la mañana y aparcar eran tres puntos que tenía en su lista negra. Y hoy era lunes a las 7 y media de la mañana y estaba intentando aparcar en línea sin subirse a la acera ni rozar los vehículos que la rodeaban. Nada podría ir peor. Sentía la mirada incesante de la conductora del Citroën que esperaba a que terminara su maniobra para poder pasar. Este hecho provocaba en Samantha una bola de nervios cada vez más grande, no solo por el semblante malhumorado de esa conductora, sino porque imaginaba que había una cola de coches tan grande tras de sí que todo el tránsito de Madrid se veía paralizado por su ineptitud al volante. Agobio. Más que agobio. Cuando pudo, por fin, subir el freno de mano, casi se resbala en él por el sudor entre sus dedos. Ya había aparcado, aunque no de la mejor manera, y la mujer la dejaba atrás al mismo tiempo que le regalaba un liviano sonido procedente de su claxon.

-Tengo la puta "L", señora... -susurró frunciendo el ceño.

-Sí y, además, en vía urbana no está permitido usar el claxon... -la sorprendió Claudia acercando su cara a la ventanilla del coche.

-Joder, tía... ¡Qué susto! Pero ¿tú no tenías analítica?

-Pues, llegué al centro médico y resulta que hoy no, que miré mal la cita... Es la próxima semana. Soy tonta, lo sé -Samantha comenzó a reírse a carcajadas mientras cerraba la puerta del coche.

-¿Sabes lo que te hace falta, no?

-Sí, una de esas agendas de Mr. Wonderful que tanto te gustan. Pero ya te digo que no, que me niego, vaya.

-Pues, así te va, chica.

La mañana transcurría normal. El día mejoraba con el paso de las horas y eso era motivo para entrar al baño y ponerse un poco de pintalabios. Suave y mate, como siempre. En veinte minutos, comenzaba la última clase de la jornada y coincidía con la asignatura favorita de Samantha. No sabía exactamente qué era lo que más le gustaba, si la materia en sí o el profesor que la impartía. José Luis, como así se llamaba, procedía de su natal Barcelona, pero esa no era la única razón por la que amaba su asignatura, Veterinaria y Medioambiente. Él era de esa minoría que trabajaba en la docencia por pura vocación, que se desvivía explicando el temario e intentando dejar en su alumnado un poco del amor que le tenía a su profesión y a los animales. Durante su clase, el acento catalán tan marcado de José Luis hizo que Samantha se transportase cinco años atrás, cuando disfrutaba de los últimos momentos en Barcelona. Recordó su último cumpleaños en casa, cuatro días antes de instalarse en Madrid. Ese día fue demasiado especial y emotivo, toda la familia se reunió para celebrar juntos y su madre le preparó la tarta de queso más exquisita que ha probado en toda su vida. Sí, no ha vuelto a probar una tan rica, ni siquiera la que Claudia le compró en el restaurante italiano que hay debajo de su casa. Si lo piensa bien, cree recordar que esa fue la última vez que le dijo a su madre "t'estimo", en su cumpleaños... ¡Hace más de cuatro años! "Qué seca eres, tía", pensó, casi en voz alta, mientras se daba cuenta de que José Luis se estaba atragantando con su propia saliva al mostrar tanto ímpetu en esa parte del temario. Si era el mejor, había que decirlo. Quién sería capaz de morir atragantado solo por explicar cómo el cambio climático afecta a la seguridad alimentaria. José Luis, solo él. Samantha miraba a Claudia y ambas se sonreían cómplices, como si a través de sus ojos pudieran confirmar con la otra que era el mejor profesor del mundo. A la clase ya le quedaban un par de minutos, pero esas dos horas de monólogo por parte de José Luis se habían convertido en un suspiro. Entre los recuerdos en Barcelona, la tarta de queso de su madre y el apuro de su profesor favorito Samantha poco pudo prestar atención al cambio climático. Desde luego, el día no hacía más que mejorar y casi podía olvidar lo ocurrido por la mañana aparcando su preciado coche de segunda mano. 

Antes de volver a casa y emprender camino por la carretera, Samantha y Claudia pasaron por la biblioteca. En la facultad de veterinaria, la hora de la comida era un continuo ajetreo: alumnos que salían de su jornada, otros que apenas comenzaban su turno y algunos familiares que esperaban a la salida. Ambas tenían que recoger unos libros para un trabajo de clase y si atrasaban esta tarea, quizá ya no hubiesen ejemplares para ellas. Odiaba ir a la biblioteca porque al entrar había un cartel enorme que indicaba que se debía permanecer en silencio y solo por leerlo se acordaba de que Claudia tenía la risa más escandalosa de toda la facultad. Pasearse por la biblioteca era un gran reto que, hasta la fecha, no había podido superar. Al salir, ya liberadas de la presión de estar ahí dentro, se sentaron en un banco al lado de la biblioteca. Ninguna tenía hambre y Samantha ya comenzaba a ponerse nerviosa solo de pensar que tenía que conducir de vuelta.

-¿Qué te pasa? -preguntó Claudia- estás muy callada...

-Estaba pensando que en vía urbana sí se puede tocar el claxon, ¿no? Para evitar un accidente sí.

-Joder, Sam... Creo que sí, pero, vamos, que esa tía no se iba a morir por esperar a que aparcaras.

-No, ya... Eso está claro.

-¿Quieres que lo lleve yo? -se atrevió a decir con cara de pillina, adivinando que su amiga estaba aterrada por ser una novata en la carretera.

-Mejor apréndete la teoría que la llevas clara... ¡Ah! Y voy a apuntar en mi agenda que tienes la analítica la semana que viene para recordártelo -espetó sacando su agenda del bolso.

-¡No hace falta, exagerada! -le quitó la libreta de las manos y la colocó sobre el banco.

-Como quieras. Y, tía, que sea la última vez...

-Que me ría en la biblioteca. Sí, ya lo sé.

Por más que lo negara, los momentos de contenerse la risa eran sus preferidos. En esa biblioteca había pasado los instantes más embarazosos de su vida. Claudia tenía el don de hacer que todo fuese más gracioso de lo normal. Con ella nada de lo que ocurriese podía tomarlo con seriedad porque parecía que se había tragado un payaso y su informalidad siempre salía a relucir. Y así, con Claudia y casi todo el repertorio de RBD, la vuelta a casa se hizo muy amena, incluso casi no tuvo tiempo de ponerse nerviosa. El piso era pequeño, pero muy acogedor. En la entrada solo había espacio para un perchero y un cuadro de las amigas decoraba la pared blanca. La foto elegida para recibirlas al llegar a casa era una de ambas chicas en pleno concierto de Andrés Suárez. La realidad es que no era la mejor, apenas se apreciaban sus caras y el fondo era una maraña de luces oscuras y focos que le robaban nitidez a la imagen. No era la más bonita, pero sí de los mejores recuerdos. Y eso merecía ser la bienvenida de todos los días. Saliendo del recibidor, a la izquierda, se encontraba el salón, en el que solo había un sofá color beige y un plasma de 32 pulgadas sobre una cómoda no mucho más alargada que este. Casi al lado del ventanal, había un escritorio que solían compartir para los trabajos de clase. A la derecha, estaba la cocina, era la estancia más pequeña y estrecha de la casa, pero cumplía muy bien con su función. Y, al fondo del piso, se encontraban las dos habitaciones de las chicas y el baño. Habían tenido mucha suerte en conseguir un piso así, tan cerca del centro de Madrid y a un precio asequible, así que no se podían quejar. Vivían de la beca de ambas, del dinero mensual que le enviaban sus padres y de algún trabajo que les salía de manera puntual. Claudia trabajaba algunos fines de semana de DJ. Samantha a veces daba clases particulares a niños de primaria y secundaria y también escribía, aunque el dinero que pudiera ganar con eso era casi inexistente. Por la mañana, estuvo inspirada y se le ocurrió una frase bonita.

-Tía, ¿has visto mi agenda? No la encuentro por ningún lado -preguntó dejando su bolso en el escritorio.

-Ostras... La dejé en el banco de la uni. 

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