Capítulo 4: Un trago amargo.

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Era sábado, ya había pasado tres días desde que recuperó su agenda. Nunca más la iba a perder, eso lo tenía bastante claro. En realidad, todavía seguía con el susto en el cuerpo y procesando la situación tan extraña con Flavio. No estaban siendo días fáciles, Samantha tenía la mente en Barcelona. Su madre había comenzado con las diálisis en el hospital hacía un par de días y tenía miedo. Mucho. Quería estar con ella, más que nunca, pero no podía. La universidad y las obligaciones la ataban a un Madrid céntrico, repleto de caos y de personas que no paraban ni siquiera en un día festivo. Andaba nostálgica, extrañaba hablar en catalán y que alguien la entendiera. A Claudia la conoció en Madrid, al inicio de la carrera, así que en su idioma natal era lo único en lo que no se entendían. Pero, por fortuna, la tenía a ella, porque cuando se venía abajo, la mano de Claudia actuaba como un salvavidas. La agarraba con fuerza y tiraba de las dos, si era necesario. Claudia es la persona más fuerte que ha conocido nunca y tiene un espíritu de vida que cualquier ser en el mundo querría tener cerca.

Entre rimel, pintalabios, base y colorete, Samantha suspiraba. Cada suspiro más angustioso que el anterior. Ese "seguimos hablando" de Flavio era como el típico "yo te aviso para quedar". Una manera de despedirse sin sonar radical. Siendo neutral y políticamente correcto. Samantha ya lo había asimilado y tampoco entendía bien por qué tenía que haberlo asimilado. Ese chico era un completo desconocido, con la diferencia de que se subió a su coche y lo llevó al trabajo. Pero, en fin, un desconocido más. La única interacción entre ambos en esos días había sido vía Instagram. Un par de likes a publicaciones antiguas y... ya. Por eso, Samantha no entendía qué diablos estaba haciendo ni por qué le hacía caso a Claudia. Suponía que la tomó en un momento de debilidad y, bueno, estaban arreglándose para ir al local "Cuatro copas". ¿Por qué? No lo sabía. O sí, pero prefería hacerse la loca. En estos casos, Claudia tomaba el control de la situación y le soltaba un sinfín de consejos amorosos como si ella fuera la mismísima Afrodita. Como si Samantha estuviera perdidamente enamorada, y no fuera de un simple plato de espaguetis a la carbonara. Su especialidad, por cierto. La de Claudia se veía que era esa, dar consejos de lo que ella alardeaba que era "amor". Pero, en este caso, no había ni pizca de eso.

-Pero sí una atracción -le corrigió Claudia mientras se alisaba el último mechón de su larga melena.

-Tía, que no... Que no lo conozco, además, es súper raro... No me gusta.

-Ya... ¿Y qué haces preparada? -puso una cara de desafío que en algún que otro momento ya había sido motivo de disputa entre las amigas.

-No me pongas esa cara, joder. Qué mal me caes así, ¿eh?

-Bueno, a ver, ¿y por qué dices que es raro? -le preguntó, dejando la plancha del pelo sobre el lavabo.

-Mmm... ¿Porque cantaba con una guitarra bajo la lluvia? Solo quizá sea por eso... -le dijo con retintín. - Ah, y porque entró a trabajar empapado en agua y tan tranquilo. ¿Quieres que siga enumerando?

-A ver -se quedó en silencio unos segundos tratando de encontrar las palabras adecuadas. -Estaba empapado por tu culpa -quizá no fueron las más adecuadas...  -Te recuerdo que sin él no tendrías a tu Mr. Wonderful.

-¡Hala! Ahora resulta que es mi culpa...

Samantha rebobinó. Recordó a Flavio estornudando en medio de la lluvia y comenzó a reírse.

-¿Te imaginas que se haya resfriado? -soltó una carcajada que llegó a los oídos de Claudia e hizo que se sobresaltara.

-Tu culpa, también.

De la manera que fuera, Samantha estaba saliendo del piso en dirección a un bar que nunca había pisado en su vida. Recordaba que la fachada era algo vieja y, desde afuera, pudo observar lo que ella creía que era una tarima. Era el típico lugar al que no iría nunca, pero lo estaba haciendo. Su nivel de hipocresía a veces era tan grande que se llegaba a caer mal. Pésimo. Había elegido un pantalón pitillo, como de costumbre, con una blusa de tiros morada y las converse negras. También, se llevó su chaqueta vaquera, que le había costado más que un ojo de la cara. Todavía le seguía doliendo ese gasto desmesurado y cada vez que veía que Claudia la arrugaba, ponía el santo en el cielo. Habían decidido ir en metro. El lugar no estaba muy lejos del piso, pero había que coger algún transporte. El coche no era una opción: no habría aparcamiento por la zona y a lo largo de la noche seguro que caía alguna que otra copa. Solo de pensar que lo más probable era que se volviese a cruzar con Flavio, el cuerpo se le helaba y los colores de sus mejillas se intensificaban. Malditas amigas que, como Claudia, se encargan de meterte en unos líos totalmente innecesarios. Porque ese disgusto llamado Flavio era evitable. Y tanto que lo era...

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