—¡Oye! —se quejó mientras seguía escondida en su hombro. —¿Así que prefieres que lloremos las dos?—No es que quieras que llores, Amelia —aclaró Luisita. —Pero... la verdad, es que así no me siento tan sola.
—No estás sola —dijo Amelia mientas le cogía las manos y le acariciaba el dorso con sus pulgares.
Con cada gesto de cariño que le hacía, Luisita se sentía expuesta, y a la vez segura, como si nada malo pudiera pasarle con ella.
—¿Estás mejor? —preguntó Luisita tímida y Amelia se encogió de hombros —¡Cámbiate! —dijo Luisita de repente.
—¿Qué?
—Que te cambies. Vístete, que nos vamos —Hablaba con rapidez.
—¿Adónde?
—A cualquier sitio que haga que cambies la cara que se te ha quedado después de esa conversación.
—¿Y qué se te ocurre? —preguntó Amelia curiosa.
—Te invito a cenar. —La rubia lanzó a sus manos la ropa que se había quitado cuando habían llegado.
Luisita, de camino, llamó al local donde quería llevarla, para reservar una mesa. Solía tener mucho ambiente cualquier día de la semana, aunque ella hacía mucho tiempo que no iba, por lo que le contaba Marina, eso no había cambiado.
Cuando llegaron, la rubia habló con uno de los camareros, él comprobó la reserva y les pidió a las chicas que le acompañaran. Las llevó hasta una terraza interior, y les indicó cuál era su mesa: una para dos personas, en una zona intima. Amelia miraba a su alrededor entusiasmada y a Luisita con ver el brillo que tenía la morena en sus ojos, sabía que el plan había merecido la pena. Aquella terraza con muebles de madera, llena de plantas, con lucecitas iluminándola, estufas de exterior para el frio y una agradable música instrumental de fondo, le estaba fascinando.
Ella no se imaginaba, en aquel momento, lo que suponía que la rubia le hubiese propuesto aquello. Luisita llevaba mucho tiempo evitando cualquier cosa que implicara salir de sus zonas de confort; su casa, los bares de la familia, y las clases de la universidad. Y ahora estaba allí, en un sitio conocido, pero desconocido a la vez por el tiempo que hacía que no iba, relajada y sintiéndose bien, mas pendiente de Amelia, que de ella misma.
El camarero les dio la carta y antes de elegir la comida pidieron el vino, una botella de verdejo. El camarero lo trajo enseguida, le quitó el corcho y preguntó cual de las dos lo probaría. Luisita señaló a Amelia, tras su aprobación, sirvió una copa a cada una, y dejó la botella en la mesa, dentro de un enfriador.
Entre las dos escogieron lo que querían cenar, tres platos, todo para compartir, leyendo juntas la carta descubrieron que tenían gustos en común. Pidieron Hummus, nachos con guacamole y tacos.
—Luisita, me encanta —dijo Amelia entusiasmada.
—Me alegro, solía venir mucho aquí —explicó.
—¿Solías?
—Sí, hace bastante tiempo que no venía.
—¿Y eso?
—Bueno... Hace bastante tiempo que no hago muchas cosas... no solo no tocar.
La morena con aquella comparación comprendió a que se refería. Tenía la necesidad de saber qué era lo que le había pasado a Luisita, pero sabía con certeza, por las reacciones que había tenido ella en ciertos momentos, que quizá no estaba preparada para contárselo, pero esa noche se lo haría saber: