Arranqué el coche y empecé a conducir. Las lágrimas no me dejaban ver nítida la carretera, pero no quería parar. No debería haber discutido con Natalia, pero tenía la odiosa manía de decirme siempre la verdad, incluso cuando yo no quería escucharla.«¿De qué huyes?», me preguntó. Tuve que negarlo, decirle que no huía, pero había dado en el clavo. Huía de mí misma en realidad, pero no supe verlo en ese momento.
El ordenador de abordo me avisó de una llamada. Era Luisita. Me moría por escuchar su voz, pero no lo cogí; tenía tantas ganas como miedo de hablar con ella. Lo estaba haciendo fatal, pero no sabía hacerlo de otra forma. La necesidad de salir corriendo había ganado a la que tenía de abrazarla y de pedirle que me quisiera como yo necesitaba que lo hiciera.
Descubrir que la persona que has querido, a la que se lo has dado todo, te ha estado engañando durante tanto tiempo, en mí generó: inseguridad (¿no era suficiente para ella?), culpa (¿qué hice mal para que se fuera con otra?) y vergüenza (¿cuánta gente se habría compadecido de mí sin que yo supiera nada?). Y todos esos sentimientos me habían acompañado hasta ahora. Hasta no dejarme disfrutar de lo que estaba pasando con Luisita, hasta sacarme de quicio en situaciones que yo, racionalizándolo, sabía que eran normales. Nunca antes me había comportado así, pero jamás me habían traicionado de la forma en la que lo hizo Elena.
Otra llamada volvió a interrumpir la música que sonaba de fondo.
María Gómez, leí en la pantalla. Tampoco lo cogí. Le había escrito a la vez que a Luisita para avisarle y pedirle disculpas de que no podría trabajar el fin de semana, pero no quería tener que dar explicaciones, y tampoco que Luisita supiera que le había contestado a su hermana y a ella no.
Subí el volumen de la música para intentar silenciar mis pensamientos, pero no funcionó. A medida que recorría kilómetros, más me arrepentía del mensaje que le había enviado a Luisita. ¿Cómo podía haber sido tan fría y distante? Ella no se merecía aquello, no me había dado ni un solo motivo para que yo me comportara así, pero no había sido capaz de evitarlo, de cortar el bucle de pensamientos negativos en el que yo sola me había metido. Parecía que cuanto más me alejaba, más claro lo veía. Pensé en dar la vuelta e ir a por ella; en decirle que, si estaba conmigo, todo iba a ir bien, en que juntas era más fácil, juntas era mejor. Pero no lo hice, seguí conduciendo.
Odiaba a Elena, pero no por rencor o porque todavía la quisiera. Porque lo contrario al amor no es el odio, es la indiferencia, y ella me era totalmente indiferente en ese sentido. Pero la odiaba por haberme generado una inseguridad respecto a las relaciones que yo nunca había tenido. Y la odiaba más porque esto le estuviera salpicando a Luisita, que era la persona más increíble que había conocido nunca.
El verde de las montañas de Cantabria me devolvió un poco la alegría, ese sentimiento de «ya estoy en casa» me lo había generado el paisaje y el olor que se colaba por las rendijas del coche, y pensé en ella. Ojalá estuviera aquí, ojalá mezclar este olor con el que inspiraba cuando me hundía en su cuello para morirme definitivamente de amor. Empezó a llover. Me hubiera sorprendido de lo contrario; si llegabas a Cantabria y no llovía en algún momento, era porque el orden lógico de las cosas se había alterado en algún instante del espacio-tiempo.
Al llegar a Santander, elegí el camino más largo para llegar al bufete; él estaría allí y era la persona con la que necesitaba hablar. Me entendía como nadie, pero también necesitaba ver la playa, el mar... Aparqué el coche junto al paseo marítimo y, al abrir la puerta, un aroma a sal, a brisa fresca y a naturaleza me golpeó la cara. No sabía cuánto lo había echado de menos hasta que no lo sentí cerca otra vez. Era mi terapia, mi vía de escape y mi refugio cuando las cosas no iban del todo bien. Caminé hasta la barandilla y me apoyé en ella cerrando los ojos, dejando que ese olor me invadiera. Volví a pensar en ella y en que ojalá estuviera conmigo; es lo normal cuando te enamoras de alguien, quieres compartir cualquier lugar con esa persona, pero en realidad esa persona es tu lugar. Hice una foto y pensé en enviársela, pero me arrepentí al releer lo que le había escrito. Tenía que solucionarlo de alguna manera, no sabía cómo, pero tenía que hacerlo, porque sentir a Luisita así de lejos me estaba doliendo en el alma.