Ojeaba el periódico con una taza humeante al lado cuando sintió que alguien entraba en la estancia. Levantó la vista y por la expresión de su cara adivinó lo que estaba por venir. La noche anterior se habían dormido sin ni siquiera darse las buenas noches, y ahora había llegado el momento de enfrentar la situación.—Buenos días —saludó con cautela.
—Mira, ni me hables, ¡eh! —advirtió mientras se servía el café.
—Pero, cariño... ¿Sigues enfadada?
—¡Ni cariño, ni nada! —Elevó el tono de voz—. Pues claro que sigo enfadada. ¿A ti te parece bien lo que has hecho? —cuestionó con dureza.
—Yo no he hecho nada —se excusó.
—¡Ah! Tú no has hecho nada. —Rio sarcástica—. Dejarte engatusar para que se salga con la suya y ocultármelo, ¿te parece poco? —Sirvió la tostada en un plato y se sentó en la mesa.
—Cariño... —Le acarició el brazo para suavizar el ambiente.
—¡Qué no intentes ablandarme!
—Me parece que no estás siendo justa enfadándote conmigo y no con ella.
—¿Cambia algo si me enfado también con ella?
—No, pero así compartimos la responsabilidad. —Se encogió de hombros.
—Ella ha hecho lo que haría cualquier hija para salirse con la suya, pero creía que tú tenías un poco más de cabeza. Qué ya tienes una edad. —Le reprochó—. Hace tiempo que no coge la moto, y se la dejas para irse al quinto pino. ¡Y con Luisita de paquete!
—Tiene casi 32 años.
—Ah, que como ya es mayor deja de ser nuestra responsabilidad cuidar de ella, ¿no?
—No he dicho eso —aclaró con pesadez.
—¿Y qué has querido decir?
—Da igual, Devi, ya está. Han ido, han vuelto, y no les ha pasado nada —expresó con la intención de zanjar la discusión.
—¡Hombre, Tomás! Es que les llega a pasar algo y yo te mato.
—Abus —dijo una de las dos niñas que se asomaban a la puerta de la cocina descalzas con cara de sueño.
—¿Qué hacéis vosotras levantadas tan pronto? —preguntó él.
—Queremos ver los dibujos —contestó la otra frotándose un ojo con el puño.
—Primero os sentáis aquí que os prepara el abuelo un colacao con galletas y ya luego os vais a ver la tele.
—Sí, ya voy yo —indicó él. Tenía que ganarse el perdón.
—¿Vamos a ver hoy a la tía?
—Sí, cariño. Viene a comer con una amiga.
—¡Bien! —celebraron las dos niñas a la vez.
—¿Una amiga? —le cuestionó Tomás a su mujer.
—¿Qué quieres que les diga? —le preguntó en voz baja. —No sé la relación que tienen.
—Yo creo que hoy la niña nos va a sacar de dudas.
De no ser porque habían aceptado acatar la orden de Devoción de comer el domingo en familia, no hubieran salido de aquella cama. Se despertaron entre sonrisas y mimos, con sus cuerpos entrelazados bajo el nórdico, sin más abrigo que la piel.
Luisita consiguió convencer a Amelia de que no se levantara y vistiendo únicamente una bata de satén anudada a la cintura, preparó el desayuno para las dos. Volvió a la habitación sosteniendo una bandeja que contenía: cafés, tostadas con aguacate y zumos de naranja, y sonrió al encontrar a su novia dormida de nuevo. Posó con cuidado la bandeja en la mesilla de noche, se sentó en el borde de la cama y empezó a dejarle tiernos besos en la espalda; ella se encontraba bocabajo, con la almohada atrapada entre los brazos y sus rizos desperdigados por ella.