Bonus final 4. RECUERDOS

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Después de colgar con Luisita lloró amargamente. Cada día, desde que se separaron, trataba de buscar el motivo por el que su mujer se había alejado y siempre llegaba a la misma conclusión: Luisita ya no sentía lo mismo por ella. ¿Qué razón habría si no para su marcha? Cada minuto que pasaba en el que no recibía un «te echo de menos» o un «no olvides que te quiero», dividía su corazón en otro pedacito más.

Esas muestras no llegaban por parte de su mujer, pero de lo que no se estaba dando cuenta es que tampoco las había por la suya. Estaba tan cegada buscando la explicación de cómo se estaba comportando Luisita que no valoró, ni por un momento, que lo que ella hacía, o más bien, no hacía, también formaba parte del problema.

Tanta culpa tiene el que se va, como el que no dice: «a mí me gustaría que te quedaras», y escuchar a Luisita disculparse y aceptar sus errores, hizo que todos los suyos se hicieran visibles de golpe. Se admitió a sí misma cada cosa que no había hecho bien y fue casi tan doloroso como pensar que Luisita no la quería. Porque es más sencillo aceptar las derrotas cuando crees que te han venido dadas y tú no has podido hacer nada para evitarlo, que cuando tus actos, o la ausencia de ellos, han formado parte del desastre.

Lloró por eso y por echarla desesperadamente de menos y es que quizá estaba terriblemente equivocada y lo que necesitaba no era alejarse, si no tenerla cerca y comprobar si había algo de verdad en lo que le había hecho sufrir hasta doler y tomar la drástica decisión de redactar una demanda de divorcio.

Pensando en Luisita y en cuantísimo necesitaba ternarla cerca, se quedó dormida. Había pasado la noche en vela frente al ordenador y después había conducido los más de cuatrocientos kilómetros que separan Madrid de su casa del pueblo. Estaba destruida, en todos los sentidos.

Se despertó aturdida y con mal cuerpo. Había soñado con ella, no recordaba el qué, pero sí la sensación de tenerla cerca. Anhelaba su tacto y su olor; sentirse protegida entre sus brazos. Deseaba que la apretara contra su pecho y le diera un beso en la frente de los que dicen: tranquila, mi amor, todo va a salir bien. 

La luz tenue que entraba por la ventana le hizo saber que había dormido mucho y cogió el móvil para revisar la hora; era tarde y se dio cuenta de que llevaba más de 24 horas sin probar bocado. Se cubrió el cuerpo con una manta y fue hasta la despensa a coger algo rápido para cenar, aunque tenía el estómago revuelto, no podía pasar más tiempo sin ingerir nada. La casa estaba tan fría que al respirar exhalaba vaho y encendió la calefacción para templar un poco el ambiente. Se acurrucó en el sofá con la televisión de fondo, y volvió a coger el teléfono para ignorar todas las notificaciones pendientes menos una. Era un mensaje que su mujer le había enviado mientras dormía, y leerlo le hizo llorar, pero esta vez, de felicidad. El texto, tan escueto como sincero, le sacó una sonrisa acompañada de lágrimas.

«Amelia, no quiero molestarte, pero, por favor, si quieres escribirme o llamarme, solo hazlo. Estoy aquí para ti»

Ahí estaba Luisita haciéndose gigante para ella, para que no tuviera miedo de nada y para darle la confianza de que no se había ido, aunque hubiera tratado de alejarla. Sin pensarlo dos veces, fue al registro de llamadas y seleccionó su nombre. De pronto se puso nerviosa y se rio de sí misma al sentirse como en una primera cita, esperando a que su mujer descolgara el teléfono.

—Hola —saludó Luisita en un susurro.

—Hola —contestó en el mismo tono.

Parecían dos adolescentes que se gustan, hablando por primera vez. Tímidas y cohibidas; sin saber muy bien qué decir.

—¿Qué haces? —preguntó Luisita para romper el hielo.

—Tomar un vaso de leche caliente con galletas.

Sólo si es contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora