18| Parte I | Atrapados

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—¿Qué tal ese ojo? —saluda papá mientras entra a la cocina y se sirve una taza de café aún humeante.

—Mejor de lo que pensé. —Termino de secar la vajilla y mis manos. Giro y me encamino a la entrada, sin siquiera mirarlo.

—¿Qué ocurre? —Alza una ceja, extrañado; y agrega con burla—: ¿Tienes sueño, frío, calor; estás en tus días, te picó un mosquito o tienes hambre?

—Es más que eso —confieso mientras cruzo mis brazos y recuesto mi cabeza del marco apuntillado con una doble cortina coralina casi transparente, seguido de un chasquido de mi lengua.

—Ya veo.... —Mira el desgastado reloj de su muñeca, me observa de reojo y exhala sonoramente. Arrastra una silla en mi frente, se sienta y apoya sus codos sobre la madera, haciendo marcar sus músculos bajo la pálida camisa amarilla de mangas largas.

—No es necesario que lo hagas. —Hago el amague de retirarme, pero sostiene su mirada grisácea sobre mí, la cual casi me doblega.

—Siéntate. —Lo hago de mala gana al mismo tiempo que suelto un bufido que hace revolar un mechón—. Ahora bien, ¿qué te ocurre? —Mueve su mano para que prosiga con las explicaciones.

—Eso ya lo sabes —menciono obvia, rodando los ojos.

—No, no lo sé. Puedo controlar las emociones y ciertos estados de los demás, pero no leo mentes —aclara, dejándome sorprendida—. No sé ustedes, ¿pero acaso se creen que los hombres podemos saber que les pasa a las veinticuatro siete o qué?

—Es que a veces la intuición se les va por el caño. —Asiente encogido de hombros, moviendo la cabeza a los lados a la vez que hace un mohín. Vuelve a tomar un sorbo, sin embargo, hace una mueca peor.

—Para la próxima lo preparo yo. No sabes si quiera endulzar esto. —Se dirige al lavaplatos, asqueado; y derrama el líquido oscuro, a la vez que abre el grifo y deja caer el agua para que el olor no se quede impregnado.

—Tal vez la próxima cocine habichuelas y les eche veneno —digo, mirando mis uñas sin interés alguno.

—¿Y quién te asegura que las comeré? —Alza una ceja y yo le imito.

—Es tu comida preferida, aparte de que eres el primero en meter una cuchara a las cosas sin preguntar.

—Dejemos la discusión ahí —da por terminado, alzando un dedo mientras rebusca más granos de café en el desván.

—Se acabaron. —Lo escucho proferir una maldición por lo bajo y me muerdo el labio inferior para no reír.

—Espera... —Gira de repente hacia mí y me escudriña tal como si le hubiese pedido dinero—. ¡Ah no, señorita! ¡No me cambies de tema! —Vuelve a sentarse en la mesa, haciendo remover varias servilletas. Ruedo los ojos sin emoción. Lo tenía tan cerca, solo era cuestión de segundos—. ¿Y?

—¿Y qué?

—¿No me vas a decir por qué estás así, otra vez?

—Vaya, casi me sacan el ojo y es cuestión de estar feliz. —Exhalo y empiezo a juguetear con uno de mis mechones ondulados.

—Victoria Larrison...

—García —completo por él, bufando. Dejo caer tendida mi cabeza sobre mis brazos cruzados a lo ancho de la mesa, preparada a cualquier cosa que tenga que decir.

—¿Por qué lo ocultaste? —Su voz se quiebra y me observa casi o totalmente lastimado. Nuestras miradas chocan y en mi interior se empiezan a descolocar las piezas que tanto tiempo duré por forjar.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora