13| Parte I | Marcha para caídos

38 9 104
                                    

La estremecedora llovizna ensañada contra los rostros idos y errantes en la penumbra mortífera del dolor, apenas permite entrever los apagados rayos de luz diurna sosegada entre colchones plateados que abarcan todo el firmamento. El viento invernal, crudo y desconsolador se filtra entre el follaje verdoso y a la vez desvanecido del camino manchado por los pasos crujientes y desgarradores de los cuerpos casi exánimes en vida de aquellos perdidos en el sentimiento melancólico y común. Los azotes enfurecidos de ráfagas esclavas de murmullos afligidos en contra de los contendedores sin alma, conmueven los rostros cetrinos y ahogados de estos. El camino extenso y terroso acompañado de irregularidades naturales ensucia las vestiduras foscas de todos.

La caminata lúgubre, cautiva e infinita hacia el despeñadero de una despedida mortal se mezcla con las gotas traslúcidas y lágrimas, en conjunto al petricor asfixiante. Cientos de sombrillas obscuras se alzan sin desear ser altivas. Los sollozos opresivos en busca de alguna fuente de descanso aumentan a medida de la marcha resguardada por sentimientos claustrofóbicos.

Las lianas revitalizadas atraviesan el extenso bosque laurifolio con majestuosas colecciones de lirios empalidecidos, flores de jade, orquídeas, manzanillas y azucenas marinas sobresalientes por la vía con todo esplendor. Las copas de los inmensos y temibles árboles acompañan la castaña ruta aprensiva, señalada por extensas telas blancas que envuelven la arboleda que se agita a compás del céfiro helado.

La indumentaria blanca y negra se abre camino con movimientos mecánicos sin prisa alguna. Los intermitentes sonidos amargos añaden carga a mis hombros, a mis pasos, a mis pensamientos, a mi existencia. La angustia me consume y me arrastro entre la muchedumbre tal como un parásito asesino aún no identificado en el cuerpo de su portador. Deslizo mis dedos entumecidos sobre la cinta blanca, plegada en un lazo, unida por una aguja a mi camisa negra de mangas largas. El aire se cuela entre mis pálidas piernas revestidas por una falda de tubo sombría y enlutada hasta las rodillas. Bajo mi semblante y una lágrima se desplaza sobre este, tan cálida como mi propio infierno. Alzo mi rostro algo mojado por la inminente brizna humedecida. Giro mi cabeza hacia la derecha. El brazo izquierdo de mi madre cubierto por una camisa blanca muestra un cabestrillo unido a su pecho por una venda beige que rodea su hombro derecho y cuello. Papá la sostiene por la cintura de forma gentil y protectora, su traje negro acompañado por una corbata del mismo color y una camisa blanca realzan sus rasgos. Busco en la mirada de mis padres algo que me dé indicios de furia contenida contra mí o algún sentimiento encontrado con respecto a lo ocurrido, con respecto a lo que están presenciado; sin embargo, no, nada; se muestran tan imperturbables y glaciares, especialmente la de mamá. Se muestran inconexos a su alrededor, muy contrario a mí. Concibo el peso de una y cada una de las muertes; escucho como mi corazón y el viento me abuchean, zarandeando más mi inestable suelo. Siento profundo resentimiento, resentimiento hacia mí misma.

Volteo nuevamente hacia el frente, y ahí están, cada uno mostrando una profunda empatía por los demás; por aquellos miles que han sufrido una pérdida y vienen a decir un último adiós a los cuerpos embalsamados de sus familiares y amigos. La rotunda persecución trajo desgracia, algo que no quería, algo que ni siquiera imaginaba que podría ocurrir a manos de un monstruo con rostro perfecto y voz de dulces notas musicales. Algo tan atractivamente desastroso.

Exhalo un poco de forma algo ruidosa. Noto como Román me mira sobre su hombro de súbito y me dirige una sonrisa débil acompañada por una mirada embarcada en un océano de culpabilidad. Seguimos caminando dentro del enigmático bosque, parecido a aquellos que describen en los cuentos de hadas, pero que lejos a todo ello solo se vuelve más sombrío al mismo tiempo que las nubes se aglutinan y vuelven borrascoso el panorama, añadiéndole al ambiente ese toque superior de tristeza.

Delante de mis ojos se avista la clara planicie pincelada por el inconfundible aroma floreado. Mis pies se dirigen por sí solos a la entrada decorada por cientos de flores blancas que cuelgan de lianas, como cortinas naturalmente improvisadas y elegantes para la ocasión. Muchos empiezan a atravesarlas y espero mi turno junto a mis padres, los cuales siguen manteniendo serenidad ante todo. Algunos hipidos se oyen a mis espaldas y giro un poco mi cabeza para terminar encontrando a una chica totalmente desconsolada llorando en el hombro de su madre. Los sollozos algo histéricos me abofetean sin piedad. Su rostro albo, sonrojado y escondido me gritan en la cara la descarada aberración que soy. Su cabello liso y negro cae como cascada, algunas gotas se desprenden de él tan presurosas como la brisa. Vuelvo mi rostro y mi vista se nubla por el cúmulo encerrado de lágrimas. Giro totalmente y le ofrezco mi paraguas sin mediar palabras. Su mirada empañada termina degollándome, sus labios se mueven temblorosos al igual que sus manos las cuales toman con timidez el mango del objeto. La mujer a su lado me sonríe con algo de pesar y noto en sus ojos cafés la gota que derrama mi vaso: profundo dolor ligado a la separación consumada del amor. Sin pensarlo me separo de ella como si fuera un fuego forestal alzándose dentro del desprotegido bosque. Me observa con sorpresa, preocupación y extrañeza. Apenas en un susurro audible me disculpo y vuelvo a rotar, pero esta vez con el peso de su mirada sobre mi espalda.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora