10| Parte I | Malas intenciones

56 16 45
                                    

 Los pasillos de los vestidores están totalmente repletos de chicas apresuradas. Algunas parecen explotar de la histeria; otras están ansiosas por verse impecablemente formales y a la vez coquetas, tipo: no me quiero ver urgida, pero tampoco una monja. ¿Y todo por qué? ¡Hey! Qué buen adivino eres. Sí, los nuevos.

Mientras ellas andan de acá para allá —que por cierto, siento que le van a hacer hoyos al suelo—, yo estoy aquí bien normis escuchando música, con un moño mal hecho, con ojeras y lo más importante: cayéndome del sueño. Algún día todas esas desveladas me cobrarían factura; pero hubiese preferido que fuera otro día en el que no me tocara el pitbull —castroso— sarnoso de Abel.

—¡Muévete idiota! —Ángela me empuja para tomar sus cosas; caigo de bruces contra el piso, mi trasero no sale impune. Y como soy educada, por obligación, le saco el dedo corazón, a lo que ella frunce ligeramente su ceño. Me encojo de hombros.

—Querida... —Hasta me da ganas de vomitar con decirle así—. La que está falta de una sesión eres tú, no yo. Así que idiota tu concha.

Me giro dejándola con la boca semiabierta. Capaz se le entre una mosca y se muera de paso. Es más, creo que bailaré tango en su tumba.

—¿Qué te hizo el mundo hoy? —pregunta divertida Sarah.

—Nada que no haya hecho antes —ríe desairada por mi respuesta. Ruedo los ojos fastidiada a lo sumo.

—Pobre de la cabeza de ella, cuando vengas con todos tus demonios. —Me señala con su boca algo detrás de mi espalda. Giro un poco y la veo ordenando a su séquito que le hagan todo. Falta que un día de estos le ordene que le limpien el trasero. Así podré morir sabiendo que hubo de todo en el mundo.

—No te preocupes, que ni la quinta parte de ellos viene conmigo, al menos.

—¿Y qué hacen cuando no están contigo? —pregunta casi al borde de la risa.

—Juegan ajedrez y dominó —contesto divertida.

Los estrechos pasillos parecen un tornado. Los casilleros están abiertos —esta es la única zona que los tiene—, hay kilos de fijador desperdiciados en cabezas y alrededor de veintidós chicas en el mismo espacio. No sé cómo, pero lo estamos.

—¿Para qué tanto gel si igual van a ir a sudar? —me pregunto por lo bajo. Una chica pasa algo presurosa a mi lado y me pisa unos dedos al intentar cruzar por el incómodo espacio. Me quejo por lo bajo.

—¡Perdón, perdón, perdón! —repite frenesí—. ¡Oh, Dios! No me había dado cuenta.

Una y mil veces más pide perdón por el hecho. Me da ternura encontrarla con las mejillas rojas, avergonzada. Si supiera que eso es nada comparado a lo que los chicos me hacen.

—¡Hey! —Coloco una mano en su hombro—. No te preocupes, es nada comparado a lo que, ¡ciertas bestias! —Giro sobre mis pies para encarar a Sarah—. ¡M–me hacen!

Retorno en dirección a la chica, la cual me mira fijamente con extrañeza y curiosidad desbordante. Precisamente el mundo se tiene que desaparecer para que parezca una loca.

—¡Hey! ¿Sucede algo? —Me observa confusa por mi absurdo comportamiento.

—¡No es nada! —Sacudo mi cabeza—. Solo, solo pensé que mi amiga estaba aquí. Seguro se fue rápido por este alboroto.

—¡Elena pásame el desodorante!

En un movimiento sincronizado ambas volteamos hacia el lugar de origen del grito. Una chica de piel trigueña y un afro pronunciado, el cual me encanta, por cierto, lucha contra sus tenis. Creo que le quedan pequeños. Se queja por los repetitivos bruscos movimientos. Por otro lado, la chica que pidió el desodorante se está desquitando con su peine la emoción del momento. Por instinto llevo mis manos a la cabeza y hasta a mí me duele ver tanta lucha. Mi cabello entonces es un pony al lado del caballo salvaje de esa chica.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora