11| Mentiras blancas

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Mis sentidos empiezan a despertarse de su letargo. Abro mis ojos con pesar mientras pestañeo repetidas veces. Me levanto lentamente en medio de la oscuridad. Suelto un gruñido como réplica por el dolor que me produce el escozor en mi espalda ante el más mínimo movimiento. Aún siento como el aroma oxidado de aquel viscoso líquido rojo persiste en mi olfato; provoca que me despierte más rápido y me traiga lejanas memorias. El aire frío y castigador de la madrugada me envuelve. Palmo un tanto somnolienta las suaves sábanas en busca de mi linterna o algo que me proporcione luz.

Decaída, retomo nuevamente mi posición en la cama, me he rendido. Estoy agotada, solo deseo una oscuridad sin sueños, sin el constante despertar de la madrugada... una oscuridad que me prometa no olvidar mis noches.

Termino dando uno que otro bostezo, el ventilador gris de pared no hace nada más que dar vueltas y arrojar un aire refrescante; pero que me hace tiritar. Me recuesto sobre mi lateral derecho y otra vez otro gruñido sale sin previo aviso de mis labios. Una estúpida cálida lágrima brota y me la seco instantáneamente. Mis labios tiemblan, no por el frío, sino por lo ocurrido en la tarde.

Imágenes, sonidos graves y preocupantes vuelven a reproducirse. Discutimos. No es nada nuevo; sin embargo, no me hizo sentir bien, satisfecha, ni mucho menos realizada mantener una conversación nada productiva que al fin de cuentas terminó en una horrible pelea; una al parecer de tantas.

Arrastro mis manos hacia mi rostro para así despejar los pensamientos menos agradables a tan altas horas, no deseo tener un día más con ese sabor tan venenoso a primera hora del día. Me debato entre seguir acostada y durar horas y horas despierta hasta que el sueño se apiade de mí o salir de la habitación para pasear por la casa como alma en pena.

Doy vueltas y vueltas al asunto, veo mis opciones limitadas y no hago más que producir dolor en mí por cualquier desliz. Tomo mi albornoz y unas pantuflas —que no son más que unas chancletas viejas con diseño bonito—. Froto mis manos para entrar en calor. Cada movimiento es similar al punzante dolor de una afilada astilla clavada en cada centímetro de la lívida y mortecina piel de mi espalda.

Sin darle más cabida al dolor me asomo con cautela a la puerta de mi habitación y giro el picaporte rogando ansiosa en mi interior que su sonido no me delate. Al final cede la puerta sin antes no hacer un chirriante ruido que me provoca maldecir por lo bajo. Abro poco a poco la puerta sin dejar de mirarla mal.

Saco mi cabeza y miro de un lado a otro esperando a que no salga la momia de mi padre o el ogro de mi madre. Termino de revisar el perímetro con mi vista de águila media jodida y a paso pasito me dirijo hacia la cocina para así crear un ataque masivo en las galletas, la leche, las papitas, el cereal y un jugo de tamarindo.

Como ladrón por su casa, me tomo la molestia de verificar si la guagua platanera de papá anda roncando para así hacer mi jugada maestra. Me toma más o menos tres minutos llegar al área de operaciones por el estúpido dolor de espalda.

Termino de abrir la puerta del refrigerador y froto mis manos con malicia mientras que una sonrisa maquiavélica se posa en mis labios. Primero saco la leche y el jugo, después en la encimera busco un bol plástico y un vaso; por último, mis papitas, el cereal y las galletas saladitas.

—¡Así te quería agarrar, Esperancita!

—¡Ay, el diablo!

Lanzo lo primero que encuentro a mi lado para defenderme o por lo menos eso. Al darme cuenta de lo que he tirado... son mis papitas. Maldigo en cualquier lengua existente eso. Podría haber sido el cartón de jugó o el bol, pero no, ¡debían ser las papitas!

Me mira fulminante la verde besti... digo, mamá. Cruza sus brazos y hace una pose de morra básica mientras frunce sus labios. Como soy inocente en todo este meollo salvo mis papitas rápidamente e intento escabullirme.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora