El impetuoso rugir de un trueno repercutió en el sinuoso espacio, dejando así expectantes a los beligerantes, seres alados que estaban dispuestos a dejar todo por aquello en lo que aferraban su fe, deseo y amor. Otro trueno inclemente azotó la infinitud, prueba de la ira de YHWH. Las armaduras refulgentes se alzaban imponentes y lúcidas frente a sus oponentes. Los cuerpos anímicos aguardaban a la señal de su Padre para así determinar la victoria en aquel valle muerto e irregular, con piedras filosas y angulosas adheridas de aquella ansiosa y densa bruma grisácea. Los galeadores se encontraban convictos, imperturbables y petrificados en ambos lados de aquel inhóspito lugar a la espera; a la espera de lo que sería una nueva división en el reino. Los líderes de aquellos ejércitos se mantenían impasibles, sin expresión alguna que demostrara flaqueza ante su hermano. Cada uno teniendo en su fuero interno una meta, una más prudente y otra más arrolladora. Sin embargo, aquel ser irradiante con aspecto similar a una fémina no conocía los planes de aquel que se encargaba de ser su comandante, ni los planes de aquellos que estaban entre sus filas. La diadema de lirios revitalizaba el dorado que cubría su cabeza y las inconfundibles franjas rojas que atravesaban el rostro blanquecino, dotándole de majestuosidad y fiereza, distinguían a la perfección quién se encontraba liderando el tercio de aquellos renegados. La octava, uno de los príncipes celestiales, representante de las causas y los designios celestes sobre los terrenales. No obstante, en esa ocasión no obraría por y para causa de la soberanía, por supuesto no era una opción; era una necesidad.
Un zumbido ensordecedor arrebató el silencio tenso y amedrentador. Las miradas estrechadas y apremiantes sobre el hábito de ojos impregnados en aquel ser de alas negras no se hicieron esperar. Un cuerno negro sobresalía de su mano, esa era su anhelada señal, la que les daría la razón para iniciar. YHWH había determinado como inevitable esa batalla campal. Hijos contra hijos, hermanos contra hermanos.
El peculiar arcángel cubierto por una larga e inmensa capa rojiza, la cual le cubría el rostro hasta el inicio de sus labios, ya había sopesado cuáles serían los riesgos, las heridas, las pérdidas...
Cientos de ojos se cerraban en su espalda, torso y extremidades, dando a entender la muerte de muchos humanos. Le desagradó lo que eso significaba, sin embargo, no podía hacer nada. Se encontraba en una cuerda floja y ambivalente; si apoyaba un bando, dejaría de lado a otro. Y no, no podía alterar eso. Si no cercioraba las muertes humanas, ¿sus almas serían contadas acaso y serían llevadas al lugar adecuado? No era secreto que era uno de los pocos que podían trasladarse del infierno al cielo en cualquier momento, pero eso ya no era admirable en aquel lugar y ocasión.
No podía intervenir, por tal razón poseía la tarea de tocar ese cuerno y no interponerse en la batalla. Observó de soslayo a su hermana menor, de hecho la más pequeña de todos, el último y primer arcángel perfilado después de los «días de la creación». Se notaba sobria y firme, cosa que le produjo algo de deleite, empero, fue deslizado por la punzante aflicción que le embargó. Se sintió vagamente culpable, él fue el responsable de enseñarle las cosas sobre los humanos; aunque, ¿sino, cómo juzgaría a las personas sin tener conocimientos previos sobre ellas? Recordó dentro del batir de sus alas la ilusión que tenía su hermana en conocer un humano vivo frente a frente o las preguntas existenciales que tenía acerca de lo que él llamaba: dormir o comer. Ellos no tenían la necesidad de hacerlo, pero su curiosidad era fuerte, a pesar de ser conocedora del bien y del mal, ¡vaya ironía!
Ladeó su cabeza hacia la otra esquina del campo de cruzada, ahí se encontraba él, ensamblando su espada y sosteniendo un escudo que duplicaba su tamaño, recubierto de oro con bordes biselados y apuntillados, dándole un aspecto a cómo los humanos dibujaban el Sol en la Tierra; y se podía vislumbrar en su centro el escudo de armas celestial: la cabeza del león de Judá. De seguro ni siquiera se encontraba muy consciente de sus actos cuando inició a desencajar la espada de su vaina. Sabía bien, tal como todos ahí, que eran innecesarias todas esas vestiduras y armas, al fin de cuentas eran inmortales; no obstante, no era contra cualquiera que se peleaba. Se perderían muchas cosas, aparte de una batalla. Desafiaba a que aquel ser de mirada profunda y calculadora no lo quería admitir: su hermana menor también le provocaba angustia. Le había enseñado todo lo que ella sabía acerca de la lucha. Ella portaba algo muy temible, hecho solo para ella, tal como cada príncipe y ángel, pero no, lo suyo era más amenazador que cualquier cosa creada, él tan solo tenía el instrumento para quitar la vida, pero ella.... ella no... ella tenía el poder de quitar la existencia de cualquiera, un simple corte con el filo de su espada y aseguraba el fin de lo que se suponía eterno. Consumía tanto la carne, el espíritu y el alma; algo peligroso para alguien peligroso. Observar a ambos hermanos ya daba algo de que desear, sería algo codo a codo: el mayor contra la menor.
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Herencia silenciosa©
FantasyVictoria fue marcada gravemente en el pasado y no lo recuerda. Ahora es perseguida por ángeles y demonios. Unos más despiadados que el otro, ¿o tal vez iguales? Sus mezquinas naturalezas le demostrarán que no hay malos ni buenos. La confusión le ob...