13| Parte II | Marcha para caídos

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Serpenteo presurosa entre las mesas mientras me dejo guiar por la cólera vehemente y salvaje que dilata mis venas. Escucho a mis espaldas siseos llenos de reproche, a los cuales hago caso omiso solo para concentrarme en el rugir tempestuoso de mis entrañas y el ascenso del ardor inclemente que se extiende desde mi pecho hasta el más delgado hueso. Continúo mi caminar estólido y arrebatador sin apartar mi afilada y envenenada mirada de mi objetivo. La extensa tarima aderezada con colores sobrios se nota cada vez más cercana a mí. Antes de abalanzarme y correr hacia ella unos brazos menudos, pero resistentes, me toman por la cintura con brusquedad, sin embargo mi imperiosa lucha es interrumpida al oír los gemidos incesantes y el mal olor que repelan mis sentidos, congelando mi fuego interior. Giro de súbito y tapo mi boca, ahogando un grito agitado y repleto de dosis intoxicantes de horror.

Elizabeth se encuentra arrodillada sosteniendo sus manos con ubérrima agonía. Su cabeza arqueada hacia detrás y las lágrimas forradas en sangre tan oscurecida como el alquitrán me arrebatan el aliento. Su piel empieza a tornarse sombría y llagas con un hedor repulsivo emanan desde las puntas de sus dedos hasta su muñeca. Su cabello rojizo comienza a perder vitalidad y brillo, para perderse entre colores opacos y marchitos. Su rostro se incinera en invisibles llamas y su cutis se irrita tan rápido como un relámpago, hasta dar la sensación de ser arrancado sin piedad. Retrocedo para iniciar hacer aspavientos con mis manos y tomo mi cabeza entre estas, aterrada. Mi espina se solidifica como piedras y mi respiración se detiene. Como si un rayo de luz cruzara los pantanosos y nebulosos caminos de mi mente, la ira se disipa para dar paso al único pensamiento, tan vital como si dependiera todo mi mundo de él: ayudar.

Impulso el cuerpo de la chica con cabello de fuego y la cargo entre mis brazos. Los murmullos a mi alrededor se intensifican y solo una idea supera las demás, dejándolas como nimiedades supremamente incompletas y banales. La alta figura femenina rompe el silencio entre alaridos y el peso de las miradas curiosas me arropa hasta dejarme naufragar con un solo pedazo musgoso de madera en este abierto mar de horror.

Salvarla. Ayuda. Familia. Son las únicas palabras coherentes que mi cerebro puede elaborar.

Mis piernas se dirigen solas y sin esfuerzo hacia la salida. Bajo mi vista hacia el rostro abrasado de mi amiga. Trago grueso al percatarme de la extensión rápida de las úlceras en todo su cuerpo. La camiseta blanca de fina tela es manchada por robustos hilos de sangre oscurecida que salen de su boca. Sus ojos desorbitados y esforzadamente abiertos me observan con pánico y un grito lacerante que solo puedo escuchar en mi mente como una avalancha de súplicas que, solo yo, puedo escuchar. Una de mis lágrimas cae sobre su rostro, pero... pero ella esboza una sonrisa que en sí, termina de romperme. El espacio que me tocó atravesar dirigida por el resquemor que me produjeron aquellas palabras y caras alargadas en preocupación o sufrimiento, pareció solo transcurrir en segundos; pero ahora, ahora es semejante a un desierto que debo cruzar con cuestionables posibilidades de sobrevivir. A eso se reduce lo que hago y cómo lo ejecuto. Supervivencia. Probabilidad. Resistencia.

—Puedo ver a los ángeles... —comenta en un agitado suspiro y hace una mueca de dolor que levanta las carne quemada de su rostro. Escuchar eso me tensa más y hago todo lo posible por no lanzarme sobre las mesas y echar a correr sin importar a quién lleve delante—. No, no me refiero a esos ángeles. —Abre los ojos y señala con su vista moribunda la obra a nuestras espaldas. Aspira descuidadamente y tose. Borbotones de aquel fluido carmesí y vital sale por sus labios. Vuelve a tomar aire boqueando. La adrenalina fluye sin miramientos y control cuando atravieso un estrecho pasadizo entre sillas y mesas para luego exhalar de forma cortada. Siento como su cuerpo se enfría entre mis brazos y mis mejillas se encienden, preocupada de lo que pueda pasar. Sin saber si tengo suficiente tiempo para actuar de algún modo, ahí sigue la orden que hace moverme sin rechistar: ¡Sálvala!—. Hablo de ti. Esos ángeles que los humanos han perfeccionado. A los buenos... —susurra inclinando su cabeza con una sonrisa débil ensangrentada. Me muerdo los labios y una gota fogosa surca mi mejilla. Sus párpados inician a descender y vuelve a abrir sus ojos los cuales me divisan agonizantes.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora