15| Coyote

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Los corredores se nutren del sonido de los insistentes timbres, en un menospreciado llamado al orden. Las delgadas y frescas gotas cristalinas tropiezan con el suelo y se deslizan en los cristales en una salvaje carrera. El viento golpea contra las ventanas, al igual que la corrediza lluvia en un intento de llenar de vida los ensombrecidos rincones. Algunos truenos rebotan en el ambiente y producen un rugir fantasmagórico que hace sobresaltar a pocos dentro de la habitación, incluyéndome. El rústico y aparentemente milenario salón se encuentra absorto en las íntimas conversaciones. La mayoría se encuentra tan lejanos a la vida, que solo parecen hologramas o robots sentados con el aspecto de estudiantes. Idos, distantes y hundidos. No esperaba menos de este regreso

La sala de colores fríos acentúa la gravedad del entorno. Las diferentes tonalidades conservan íntegramente alguna relación con el ambiente, como si fuesen uno. Las paredes de un pacífico matiz crema mantienen enmarcados en un sofisticado color gris los cuadros y proyectos históricos de la Guerra Fría, los conflictos socio‒económicos de los felices años 20's con la caída de la Bolsa de Wall Street en 1929, la insurrección de Ernesto Lobriego en el siglo XVIII por la integración de los mulatos a los sectores de clase alta y media en el territorio anglo‒hispánico; las pancartas y cartulinas de los tres tratados de paz y culturales con los nativos polinesios, el decálogo de comportamiento, así mismo modelos de construcciones y transportes de hace apenas cincuenta años en materiales reciclables. Todos colocados alrededor del salón en sus respectivas secciones. El techo blanco es rodeado de pequeñas columnas horizontales y verticales, líneas limpias y relieves en un tamaño descendente. Los espacios suponen así una buena distribución de los ventanales para prestar una iluminación eficaz al espacio. Una perfecta y sencilla combinación de la arquitectura de Tudor, neoclásica y moderna.

La mesa del tutor se encuentra vacía. Suspiro una vez más, colocándome los audífonos. Intento concentrarme en la melodía, pero esta vez no es más que insignificantes sonidos y voces que estorban a mis pensamientos trasladarse tranquilos. Vuelvo una vez más mi vista hacia mi mano. Me recomendaron mantenerla en paz por lo menos una semana —y lo veo imposible—. Intento tomar un lápiz para movilizarla y escribir cualquier tontería al final del cuaderno. Los primeros trazos se notan un tanto ilegibles y desordenados, pero ensayo una y otra vez hasta tomar agilidad sin que me sea de mucha importancia las molestias y calambres en mis entumecidos dedos. Retiro varias veces los mechones de cabello que se cuelan juguetones en mi frente. Algo insatisfecha con mi absurda caligrafía, dejo el cuaderno y lo aparto encima de la mesa junto a mi cartuchera. Vuelvo a pasear mi vista al exterior grisáceo e ilegible, tan borrascoso como un tupido árbol en medio de la nada.

El segundo piso se baña de un inmutable silencio, tal como si el mundo decidiera desaparecer. Sin embargo, es tan cómodo que me aferro a él como si fuese un salvavidas. Uno tan irreal, pero fantástico. Detengo mis manos en el cristal y empiezo a hacer figuritas en él. Sonrío un tanto nostálgica. Recuerdo que las hacía cuando me quedaba abstraída y embelesada con la lluvia cuando era una niña más torpe. Decía que si no tenía amigos con quienes compartir, las ventanas me harían nuevos amigos cuando deseara llover, porque lo sentía cercano, tan así como si fuese el vademécum de algo. La lluvia de cierta forma se había vuelto mi extraña amiga. La única que me conocía bien. No obstante, a la vez vuelvo a remitir el significado de tales dibujos infantiles a mi obscurecida mente y me detengo en una tensa remembranza. Precisamente, el día en el que Lucifer decidió mostrarse, revelarse ante mí. Detengo mis dedos y los aparto temblorosos del vidrio.

Tal vez todo lo que llegué a disfrutar de pequeña será mi peor enemigo. Mezclará los buenos momentos con los tristes y angustiosos, volviendo así mi mente un carrusel desconocido de amargura.

—Me parece que un lápiz y papel podrían hacer mejores obras...

Volteo de súbito, extrañada. Unos atrapantes ojos azules me observan con un deje de diversión, con esos rastros de vasta experiencia que no podrían pasarse por alto. Retrocedo inconscientemente a su cercanía y me apego al cristal, como si todo dependiera de ello. Todo lo que le arropa es intachable y audaz, como las gacelas. Sus hebras doradas roban la atención en medio de la penumbra, como los primeros rayos de sol. Su redondeada barbilla juega a favor con sus atiborrados y veteranos pómulos. Sus largas y pobladas cejas se arquean con sutileza en su marcado y antinatural rostro, tal como si la misma belleza hubiese elegido a un portador para convivir entre los simples mortales. Los presuntos y suaves vellos faciales desfilan alrededor de sus encarnados labios rosáceos, al igual que su recta nariz, que uniéndola a la débil luz y sus demás rasgos, da más que decir acerca del estereotipo griego.

Herencia silenciosa©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora