vingt-six.

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Paul se encontraba en una situación bastante compleja. Definitivamente seguir a la rubia a su casa había sido una mala idea. 

—Toma asiento, Paul, te traeré un té. -le dijo Astrid y el pelinegro asintió con entorpecimiento. 

La borrachera no se le había pasado y todavía sentía como sus pies se movían con dificultad. Paul sabía que Stuart vivía con ella en aquel lugar y eso lograba descomponerlo por completo. No le gustaba sentirse de esa manera, tan expuesto y tan necesitado de comprensión.

La chica, con una sonrisa tenue adornando su rostro, se acercó nuevamente a la sala con una porcelana entre sus manos, para después tendérsela al pelinegro, quien agradeció el gesto con un movimiento de cabeza. 

—¿Qué sucede, cariño? -preguntó la joven con suavidad, con toda la amabilidad posible.

—Pronto volveremos a Liverpool. -mintió Paul sin mirarla a los ojos, no podía, no quería. 

—Lo sé. ¿Eso es lo que te angustia? 

—Dejé muchas cosas pendientes en casa, y me preocupa un poco. -aunque él sabía que la realidad era otra completamente diferente, se excusó en preocupaciones pasadas para no tener que dar tantas explicaciones.

—Estoy segura de que todo saldrá bien. -dijo ella y el muchacho por fin se dignó a mirarla. 

Astrid era preciosa, amable, atenta y divertida. Era de esos tipos de chicas que no encuentras en todos lados y que siempre hacen falta en tu vida. Paul lo sabía, y bufó internamente al saber que Stuart le había ganado en conquistar el corazón de semejante mujer. 

Pero, siendo completamente sincero, él no quería una relación con Astrid, él quería a John, por más que le doliera y se sintiera incorrecto. Estar junto al castaño era lo que verdaderamente anhelaba su corazón. 

—Stuart es un tipo afortunado. -dijo, sorprendiéndola y haciendo que sus mejillas se colorearan. 

—¿Por qué lo dices?

—Porque eres una mujer maravillosa, Astrid. En serio te extrañaré cuando vuelva a Inglaterra. -confesó con una sonrisa forzada y la rubia se enterneció al escucharlo. 

—Siempre puedes mandar cartas, al igual que yo.

—Suena bien... -murmuró el chico tomando un sorbo de su té, desviando su mirada hacia la mesita de centro, —Astrid, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Claro...

—¿Cuidarás bien de Stuart mientras no estemos? -soltó con pesadez y los hombros tensos. 

—Te aseguro que él no ha estado en mejores manos, Paul. -respondió radiante y el pelinegro por fin sonrió con autentica felicidad. Eso lo dejaba más tranquilo, sabiendo que Stuart moriría en un lugar lleno de amor y cuidados permanentes. Confiaba ciegamente en la alemana que tenía en frente. 

—¿Pue... puedo quedarme aquí esta noche? -tartamudeó con vergüenza y Astrid asintió.

—Precisamente para eso te traje. No podía dejarte a tu suerte. -confesó poniéndose de pie. 

—¿Qué hacías tan tarde en la calle?

—Estaba buscando a Klaus, un amigo mío... -contestó sin dar muchas explicaciones, que de todos modos Paul no estaba en posición de exigir. 

Ambos subieron en silencio las escaleras y al llegar a la segunda planta se dirigieron a una habitación que se encontraba vacía. La rubia prendió la luz y organizó un poco el escritorio que allí se encontraba. 

Like dreamers do. | McLennon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora