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Sus ojos trataban de acostumbrarse a la luz con cierta complejidad. 

El destello amarillo que se colaba por su ventana era tan fuerte que estaba seguro de que si seguía abriendo los ojos quedaría ciego. Posó su mano derecha por encima de su rostro para aplacar el impacto lumínico y de un momento a otro este pareció atenuarse. 

Aliviado y confundido asomó su cabeza por el marco blanco de su ventana y dirigió su mirada hacia abajo, dando casualmente con la silueta de un chico, de espaldas y moviendo sus hombros en clara señal de estar muerto de la risa. 

Se sintió aun más confuso y salió de su habitación con la intención de dar con aquel personaje que asechaba su casa y al cual no parecía afectarle en lo absoluto esa luz cegadora. Bajó las escaleras con rapidez y salió de la casa, percatándose que a medida que pasaban los minutos el foco extremadamente deslumbrante perdía intensidad. 

Cuando llegó a su encuentro tomó al chico de espaldas y le dio la vuelta bruscamente por el hombro. Este, con desconcierto, lo miró de arriba a abajo y le sonrió cuando llegó nuevamente a su rostro. Tenía cejas pobladas, ojos pequeños y cabellos castaños, largos y desordenados. Su sonrisa, de por sí simpática, era linda y sencilla. 

—¿Qué te causa tanta gracia?- preguntó Paul con molestia, atreviéndose a hablar con el desconocido. 

—¿De qué hablas, cariño?- le respondió con el entrecejo fruncido y mirando directamente hacia sus ojos hazel. 

—No te conozco lo suficiente para que me llames así.

—Pero yo sí te conozco a ti, Paulie. 

Ese había sido el primero de muchos. 

Hacía casi dos meses y medio que Paul McCartney soñaba con ese chico castaño adulador que no lo dejaba descansar en paz. A veces lo conocía y se disponía a hablar con él como viejos amigos, y otras, como en aquella que recordaba en esa noche de junio, no sabía quién era y tampoco le permitía sentirse confiado ante su imagen. 

El pelinegro, en medio de sus supersticiones y creencias, estaba seguro de que algo tenía que ver aquel muchacho con su vida. Tal vez lo había conocido en una vida pasada o de pronto tenía relación con su futuro. No sabía mucho acerca de nada, solo sabía que a veces, sin siquiera pretenderlo, el castaño se comportaba de manera romántica y hasta le daba besos que lograban desarmarlo por completo. 

No tenía idea de cómo sentirse al respecto. Una felicidad tan intensa embargaba su alma cada vez que tenía sueños como esos, tan lindos y perfectos que lo hacían añorar una realidad como la que pintaba el sujeto. Lo había nombrado el sujeto con la intención de que su mejor amigo George supiera a quién se refería cada vez que hablaba de él. 

Pero su complicada existencia, sumado con su personalidad introvertida, le dejaba en claro que encontrar al dueño de sus suspiros y de sus sueños estaba lejos de suceder en la realidad. Por lo menos, y aceptando con resignación su destino, agradecía que él no desapareciera de su cabeza y que siempre lo acompañara en las noches. 

—¡Paul, cariño!- gritó su madre desde el primer piso y el chico se levantó de inmediato, sabiendo que se llevaría un regaño por demorarse tanto en entrar al baño para prepararse. 

—¡Ya me ducharé, mamá!- gritó y se metió al baño pero no sin antes escuchar:

—¡Sí, claro! ¡Siempre te levantas y te quedas sentado mirando a la nada!

En realidad, la mujer tenía toda la razón. Desde que esos sueños se presentaban en su hijo mayor, este se quedaba sentado mirando hacia sus zapatos en busca de encontrarle un sentido a los delirios complejos y extraños de su cabeza. 

Like dreamers do. | McLennon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora