Capítulo IV: Cena vergonzosa

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—Naguará, Graciela. —dijo Pablo en voz baja antes de tomar su refresco.

—¿Qué? —pregunté muy inocente, que Dylan no me dijera nada de su familia no era justificación para que se comportara así.

—Sabes como es Dylan y aún así lo porfías. —explicó Pablo con tacto.

—Dylan jamás te dirá algo de su familia. —escuché la voz de Agapy, todos volteamos a verlo asombrados. —Lo conozco desde los 6 años y no va a expo... presentarte, su familia es peculiar.

—Es la primera vez que oigo la voz de este tipo. —comentó Eugenia.

—No sigas presionando, Graciela; él no va a darte lo que quieres si sigues así. —insistió Agapy y luego se llevó un trozo de pastel a la boca.

—Entiendo. —dije cabizbaja, me sentí regañada por el más callado del grupo.

—¿Y si brindamos? —rompió la tensión Ernest levantando su copa de cerveza.

—¡Claro! —Pablo alzó su copa y todos lo hicieron.

—¿Sin Dylan? —preguntó Sylvestre.

—Creo que Dylan no va a volver. —comentó Nina.

Un sentimiento de culpa me embargó en ese momento, brindar sin Dylan abrazándome y mirándome con orgullo fue vergonzoso para mí, pero las palabras que me dedicaron mis amigos hicieron que me sintiera un poco mejor. Terminamos el brindis y empecé a recoger la mesa junto a Eugenia quien se ofreció de voluntaria mientras los demás hablaban.

Al entrar a la cocina, Dylan estaba sirviendo el postre con su famosa cara de concentración: una ceja levantada y mordiendo su labio inferior, se veía muy tierno así y cuando terminó de servirlos, Eugenia llevó los platos a los invitados dejándonos solos en la cocina.

—Muchas gracias, Eugenia. —le agradecí cuando volvió por los demás platos.

—De nada, amiga. —me guiñó y se fue con los platos restantes.

—¿No vas a fregar? —Dylan señaló los platos que dejé en el fregadero mientras masticaba su strudel.

—Sabes que odio hacerlo... —me quejé y él levantó una ceja. —pero lo haré. —suspiré al final. — No quiero que te molestes conmigo.

—No estoy molesto. —dejó de comer, puso su plato en la encimera y cruzó sus brazos sin mirarme. —Estoy indignado, decepcionado y abochornado, me pusiste entre una roca y una situación difícil y no fue justo para mí. No me quise retirar de la mesa, no me quise perder el brindis, no quise poner a nuestros amigos en una situación incómoda... pero pasó, pasó porque tú lo provocaste, sabías que me pondría serio con ese tema y no paraste hasta que te diste cuenta de que la cagaste.

—Lo sé, pero es que...

—Como te dije antes, Graciela: Es mejor que no sepas. —dejó esa frase en el aire y se fue.

Esa no era la respuesta para calmar mis ansias de saber, la idea de que su familia fuesen una banda de criminales, o amish, o locos, o estuvieran muertos, o fueran nazis o fugitivos, o parte de una secta, como para que Dylan no quisiera contarme en lo más mínimo no dejó de rondar por mi cabeza en toda la noche.

Dylan volvió a sonreír y a comportarse como el noble y divertido hombre que conozco actuando como si todo estuviera normal, olvidándose de lo que había pasado en la cena, recibiendo elogios de su cocina y bailando como podía con Eugenia quien le estaba enseñando a bailar salsa... me daba dolor verlo bailar, hasta un tronco tenía más movimiento que él.

—No, no, mi amor, así no es. Seguime los pasos, mi rey... —suspiró Eugenia amarrando su cabello en un chongo desaliñado.

—¡Ajá, ya Eugenia se amarró las greñas! —se mofó Pablo bailando con Nina.

—No me desconcentren. —pidió Dylan con su cara de concentración.

Yo estaba en el sofá tomando cerveza con los demás chicos y mirando el espectáculo, Dylan se esforzaba pero seguía moviéndose como un robot y todos se burlaban pero Eugenia y yo lo animábamos.

—Me volví a perder... espera. —volvió a la posición inicial y comenzó de nuevo. —Un, dos, tres. Cinco, seis, siete. Un, dos, tres. Cinco, seis, siete. Un, dos... ¡Maldita sea!

Lo estaba haciendo bien hasta que se volvió a equivocar y Eugenia se cansó, entonces nos recomendó unas clases de salsa casino a la que asistía con Sylvestre, tal vez Dylan tenía remedio, aceptó con mucho gusto la invitación, pero el horario de la clase quedaba estrecho con el horario de trabajo, yo trabajaba de lunes a viernes desde la 1 de la tarde hasta las 9 de la noche y a veces pedía turno en la mañana, y las clases eran los lunes y miércoles a las 10 de la noche hasta las 11, como Dylan estaba muy emocionado por aprender más cosas de la cultura latinoamericana asentí sabiendo que iba a arrepentirme.

Revisaba el teléfono cada cinco minutos para saber cómo se sentían mi mamá y mis hermanos, estaban en Bogotá, en una posada, el domingo saldrían de el Aeropuerto Internacional El Dorado hacia Atlanta, serían unas cuatro horas casi cinco horas en ese vuelo, esperarían la escala de una hora y se embarcarían en el vuelo para Baltimore, donde los esperaríamos Dylan y yo, estaba muy ansiosa por ello y distraída de lo que pasaba a mi alrededor.

¡Oye! —me llamó Pablo bailando y cantando. —¡Abre tus ojos! ¡Mira hacia arriba! ¡Disfruta las cosas buenas que tiene la vida! —extendió los brazos invitándome a bailar mientras yo me reía, no tenía un amigo... tenía un payaso.

Bailé con él, porque ninguno de los hombres presentes era una elección; hablamos de su trabajo, Pablo aunque no lo parezca, es un genio con los números y había estado haciendo un curso especial para ser maestro de matemáticas en una escuela primaria, a diferencia de mí, él sí se graduó pero igual debía sacar un permiso para ejercer y una cantidad de trámites; sin embargo, la escuela que le ofreció el trabajo le facilitó la información del curso y Pablo obtendría la certificación en dos días, la vida nos sonreía a los dos, estábamos logrando nuestras metas que en un principio parecían infinitamente fuera de nuestro alcance.

Dilo otra vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora