Un último ronroneo

630 76 6
                                    

Catorce

Incluso acostada se veía mucho más pequeña que yo.

En la coronilla de la cabeza -vaya susto que se va a dar cuando lo note- cargaba dos pequeños cuernos rojizos; sus orejas, un poco más largas y puntiagudas de lo habitual, se agitaban entre sueños y se calmaban cuando encontraba paz en ellos; suaves y profundos gruñidos salían de sus fauces llenas de colmillos y sus manos, sus delicadas manos que no lastimarían por maldad, estaban armadas con garras filosas con las que me corté por accidente mientras la arrastraba hasta acá. ¿Quién diría que unas noches atrás estábamos acostadas en mi cama, acariciándonos con el más suave de los cariños? Esos tiempos parecen lejanos ahora.

—Mi amada Dulce, lamento tanto esto...

Fue en balde mi suave tono de voz, pues vibró en un último ronroneo, se estiró en toda su corta longitud y soltó un bostezo prolongado y profundo. Parpadeó para aclararse la vista y sus ojos, sus hermosos ojos que en ese momento se veían más felinos que humanos, se agitaron confundidos cuando se dio cuenta de que no estaba en la cabaña.

—Dulce ¿Cómo te sientes? ¿Te duelen las manos? Las tenías ensangrentadas cuando te encontré.

Ladeó la cabeza, confundida. Trató de ponerse de pie y ambas nos dimos cuenta de que no podía caminar erguida; encorvada, con las manos frente a ella, se acercó a mí y olisqueó mi ropa. Cuando se separó, sus ojos brillaron y frotó su cara en mi pecho.

—¿Dulce?

Me devolvió una mirada en blanco: me reconocía, pero no me entendía.

—Hortensias... —La separé y la tomé de las manos—. No me complace hacer esto, Dulce, pero debo revocar tu magia. No sé lo que pasará si la llevas contigo en este estado.

Cubrí sus manos y revoqué los hilos que compartíamos. Mi sigilo se borró se sus palmas y se desvanecieron en un leve brillo rosa.

—¿Ella está despierta? —oí desde afuera.

Tan preocupada como me encontraba, sabía que la ayuda de un ciervo podía ser gratificante. Me hice a un lado y moví la cortina improvisada para que Nieve Azul entrara; era la Matriarca de las ciervas, esposa, si podríamos llamarle así, de Gran Roble y vieja amiga mía. Dulce, al verla, se echó en el piso y agachó las orejas; el aura que emanaba Nieve era bastante abrumadora, más aún para criaturas dóciles o de carácter violento. Dulce sin duda entraba en la primera categoría.

—Mírate nada más, Beso de Sol —se lamentó—. Lo que han hecho los humanos no es digno de perdón.

Comprensiva, Nieve Azul agachó la cabeza para examinarla más de cerca. Oí entonces que Dulce soltaba suaves gruñidos y rascaba el suelo en pose de sumisión.

—Está confundida —explicó—. Y está claro que no entiende lo que dices, pero estoy segura que sentirá tu preocupación, así como yo la siento.

—Quiero que sepa que voy a ayudarla.

—Ella lo sabe, Piel de Veneno.

Ayudé a Dulce a levantarse y le di un abrazo. Yo tenía la costumbre de recargar el mentón en su cabeza, pero me fue complicado por los cuernos que por poco me perforan la cara.

—No se preocupe por su comportamiento —dije—, si bien aún no tengo la respuesta de cómo volverla a la normalidad, estoy segura de que su temperamento no fue afectado.

—Le diré a Gran Roble sobre esto. Tomate tu tiempo, Piel de Veneno, sabes que ambas son más que bienvenidas en el Clan.

—Muchas gracias por cuidar de ella, Nieve Azul.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora