Siete pasos

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Siete

Caminé, cansada, por los varios pasillos para llegar a mi habitación, me tumbé en l­­a cama y me quedé dormida hasta que las quejas de mi estómago me hicieron despertar. Ya era de noche y probablemente todos habían almorzado, si no es que cenado. No quería meterme en más problemas yendo a hurtadillas a la cocina, así que perdí mi tiempo guardando mis cosas y paseándome por la habitación.

Tocaron la puerta.

El olor a aceites de semillas de girasol me hizo saber que se trataba de la Señorita Sarah. Abrí, entre confundida y avergonzada. Ella me sonrió más cálida que en la mañana. Me preguntó si podían pasar, no sé lo negué y una vez dentro, se acomodó en la elegante silla roja a un lado el tocador, cruzando una pierna sobre la otra debajo de su vestido morado.

—Quería agradecerte en nombre de mi hermana y de las palurdas de sus amigas por salvarnos de esa —hizo una mueca—... cosa.

—No fue nada, Excelencia. —No quería mirarla a los ojos, así que fingí que me interesaba un peine plateado en la mesa.

—Me enteré de que tú maestra ordenó que te fueras —dijo, cautelosa. No quería molestarme. Su mirada azul aún me causaba temor, pero su expresión corporal mostraba todo, menos agresión.

—Sí. —dejé el cepillo y le di una rápida mirada—. Ya me tenía advertida sobre no actuar por instinto... —Miré mis manos, las garras puntiagudas se veían borrosas a través de la cortina de lágrim­­as que se acumulaba en mis ojos—. No entiendo —dije entre dientes.

—¿Perdón?

—No entiendo por qué... se preocupa tanto. Sé que en un duelo de magia perdería, pero he ganado cada combate cuerpo a cuerpo con animales y personas. —Hice dos puños, enterrando las garras en mis palmas—. Me sé defender, sé pelear ¡Ya no tengo cinco años, hortensias santas! ¿Es que ella no lo ve? ¿Es que solo soy una inútil a sus ojos? ¿Una niña? —Vi sangre derramarse de mis manos y caer junto con mis lágrimas, pero no dolía y poco me importaba— ¿Sólo soy eso? ¿Soy solo un cachorrito que recogió de la calle?

Dos manos (dos muy suaves manos llenas de anillos), se colocaron sobre las mías. Me asusté: pocas veces un desconocido se atrevía a tocarme. Alcé la vista y una mirada maternal me devolvió un poco de cordura.

—Tranquila —susurró—. Te estás lastimando.

Desenterró mis garras de mis palmas, cada una manchada de carmesí y que no me provocaba más que un ligero hormigueo.

—Ven aquí.

Me sentó en donde ella estaba y busco algo para curarme.

—Va a arder —avisó, con un frasco de alcohol en las manos.

Por supuesto que lo sabía, por eso no hice muecas cuando limpió todo con el líquido y vendó mis dos manos. Por sus movimientos, deduje que tenía experiencia en hacerlo. Cuando terminó, apretó mis dedos y me miró con una expresión de derrota, como si todo ese tiempo hubiese tenido una pelea consigo misma.

—Lindura... —dijo tranquila, con una pequeña sonrisa que no pude imitar—. Cala te ama.

Aquella revelación arrojó toda la sangre a mi cara.

—¿Me... qué?

—No creo que te vea cómo una niña, todo lo contrario. —Me soltó y se recargó en la mesa—. Confía en ti, pero es natural preocuparse por las personas que queremos.

—Cala... —Aún tenía su primera frase en mi cabeza.

—¿Te confieso algo?: Cuando éramos pequeñas, me la pasaba regañando a mi hermana por todo —sonrió para sí—. No importa el porte que tenga ahora, ella era una niña atrabancada que hacía muchas cosas sin pensar. La reprendía cada vez que se caía, pero la muy traviesa siempre buscaba la forma de volverse a accidentar. Nahali, nuestra prima, me decía que la regañaba demasiado y no es que no quisiera que Sahana no se divirtiera; me preocupaba por su bienestar. Lo mismo pasa con tu maestra: los regaños son meras advertencias para que te cuides, porque ver herida a la persona que más amas es doloroso.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora