Una cabaña en el Bosque

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Uno.

 —Aquí tiene su medicina, señora Walley.

—Gracias, jovencita, ten un buen día.

—Hasta la próxima ¡Ah! Y recuerde venir de inmediato si tiene otros síntomas.

—Por supuesto, gracias, jovencita.

Vi a la señora Walley alejarse lentamente, con una canasta en una mano y un bastón en la otra. Las burbujas rosadas que la perseguían estallaban silenciosas y dejaban un rastro resbaladizo en el camino de piedra hacia la cerca de la entrada. A sabiendas de que cualquiera se podría caer, saqué un cubo de agua para que el jabón se escurriera por el césped.

El sol de la media tarde me deslumbró cuando volví la vista a mi hogar. Una cabaña situada en el corazón del Bosque Rosa, la cual no es muy difícil de encontrar, solo debes seguir el cauce del río Flos y girar a la derecha en la secuoya roja, no la gris, si tomas ese camino pasarás de largo.

A Cala le encantaban las plantas, por lo que manteníamos la entrada cubierta con todo tipo de flores, muchas de ellas venenosas o medicinales, ideales para los remedios y las cuales protegíamos con una cerca de madera para que las criaturas que merodeaban nuestro hogar no se las comieran.

Las paredes, por fuera y por dentro, se cubrían por gruesas enredaderas, haciéndome olvidar muchas veces que la cabaña estaba hecha de madera y no de hojas.

El tintineo de la puerta principal me recordó que debía ir a revisar la tetera en la cocina, pues mi señora había vuelto: La Bruja Cala. Muchos en las villas cercanas creían que era mi madre, pero no éramos ni siquiera similares: ella era pelinegra, de cabello corto, lo mantenía casi rapado de un costado y largo del otro; era de ojos rosados, como el cielo arrebolado; alta, más que yo, sus facciones eran hermosas y duras a la vez. No era de esas brujas que vestía túnicas o vestidos; vivir en el bosque era un trabajo duro, por lo que le era más cómodo usar botas y pantalones, de hecho, nunca mostraba piel más allá de su cuello y rostro.

Metí tres espinas de rosa en una bolsita de tela y la sumergí en el agua que recién había vertido en una taza; la dejé en la mesa y me apresuré a la entrada, donde Cala se deshacía de su capa de tela marrón.

—Bienvenida, Maestra.

—Buenas tardes —saludó, con ese tono serio y melodioso.

Se quitó la capa y me la dio para que la colgara en el perchero. Ella prefería no quitarse su sombrero de ala ancha y velo negro que caía sobre su rostro. Al entrar, le dio un vistazo rápido a la sala, asegurándose que no hubiese nada fuera de lo común; a mi maestra le gustaba el orden, así que la cabaña estaba repleta de estantes, almacenes y todo tipo de repisas para que el suelo y los muebles estuvieran siempre despejados y limpios y yo era quien los mantenía así. Al no notar cambios, prosiguió con su entrada.

—¿Vinieron todos mis clientes? —preguntó.

—Sí, Maestra y les di sus remedios a cada uno. El señor Tobías incluso nos regaló una cesta con galletas de mantequilla.

Asintió, complacida, e indicó con una mano forrada por un guante de cuero negro, que fuera por la cesta para que pudiera acompañar su té de espinas con el bocadillo. Como siempre, le obedecí y al volver la vi con una expresión pensativa, con el codo recargado en la mesa y el puño en la mejilla. No le pregunté nada, pues por más misteriosa o deprimida que se vea Cala, no es buena idea hablar acerca de su estado de ánimo, no le gusta, y de todos modos no me lo contaría: prefiere quedarse callada y, en el peor de los casos, encerrarse en su alcoba.

—Aquí están las galletas ¿Desea algo más?

—Dame tu mano.

Sonreí.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora