Dos cartas

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Quince

—Las fiestas de Ostara están prontas a llegar. Muchas familias estarán allí y hace tiempo que no pruebo una buena comida.

—¿No le es suficiente lo que le preparo, Señora?

Recuerdo bien su risa: gruesa y fría. Cuando lo hacía, sabía que algo malo se me avecinaba.

—¿Crees que lo que me das sacia mi hambre? Necesito comida real, Cala.

—Maestra... me temo que no...

¿Qué has dicho? ¿"No"?

Sabía que había perdido mi voluntad para negarle algo desde que empecé a estudiar con ella; fui incapaz de decirle "no" siete veces el primer año. No pude negarle doce órdenes el año siguiente y veintidós el tercer año. El tiempo y las cantidades aumentaban y yo no hacía nada más que obedecer.

—Hoy irás a Eur —ordenó una vez—, hay un carpintero cuya hija acaba de cumplir los tres años.

—Señora ¿En Eur? Eso está demasiado cerca. Hacer algo sin levantar sospechas sería...

—¿No irás?

Siempre me aterraron sus ojos cuando se enojaba: plateadas nubes de tormenta, iluminadas por un relámpago.

—Solo dije que era muy cerca. Estoy yendo en este momento.

Pero volví con las manos vacías, y es que Charlie, en ese entonces nombrado de otra forma, era un prodigio cuyo talento debía explotarse cuando se volviera mayor y claro; se lo hice saber a mi Maestra.

—Te creeré —dijo—. Pero me has dejado sin comer, Cala querida.

—Valdrá la pena, Señora, se lo juro.

La vi frotarse las manos, preparándose para el castigo.

—Claro que lo valdrá. Confío en tus instintos.

—L-La traeré apenas cumpla los trece...

Movió sus dedos y mis manos quedaron atrapadas en la silla.

—Me parece buena idea. Haré una habitación nueva.

—Maestra, me encargaré de su educación para que también le obedezca; le serviremos...

Otro movimiento y mi camisa se había desgarrado por la mitad.

—No dudo que lo hagas.

—¡Por favor, Maestra! Yo... iré a Gildy por dos niños más en compensación. Los traeré.

—Irás, irás, claro que irás.

Las primeras lágrimas calientes y desesperadas cayeron por mi rostro.

—¡Señora, por favor, déjeme ir, se lo ruego!

Sentí calor en mi pecho, el metal estaba muy cerca de mi piel; ella se agachó y me susurró al oído:

—Debo castigarte, Cala.

Abrí los ojos. A pesar del frío afuera, estaba sudando gotas gruesas de sudor. Me senté lentamente en la cama y me quité las lágrimas de la cara.

Jenel habló del otro lado de la puerta.

—¿Señora Fingerhut?

—¿Qué quieres, Jenel?

—Me... me pidió que la despertara temprano.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora